Con el descubrimiento de que en Westminster, sede del Parlamento Británico, se consume farlopa en cantidades industriales, empieza a despejarse el enigma del Brexit: el esnifamiento habitual de cocaína produce, en efecto, ese tipo de ideas tan genialoides como catastróficas. Que el palacio de Westminster, centro legislativo del Reino Unido, haya devenido casi en un narco-palacio con todos los aditamentos comunes a ese tipo de locales, camellos rondando por los alrededores o trajinando por los pasillos, restos de nieve sobre los lavabos y hasta en las bancadas de escay verde de sus señorías, pudiera explicar no sólo la marcianada del Brexit o el griterío que se arma en la Cámara por cualquier cosa, sino incluso la ascensión hasta la jefatura del gobierno de una criatura como Boris Johnson.
Con la investigación en marcha, que cuenta incluso con perros rastreadores, no puede determinarse aún con precisión si son los conservadores, los laboristas o los liberales los que más le dan al polvo blanco en el ágora de la democracia, pero, toda vez que sus restos se hallan esparcidos por todas partes, se podría aventurar que su consumo se reparte equilibradamente (es un decir) entre todo el espectro ideológico. A reforzar ésta hipótesis acude el conocimiento público de que en el Parlamento Británico existe, desde hace mucho, una “cultura de la cocaína”, circunstancia que refuerza por su parte el origen de todas las extravagancias y los disparatamientos que se consuman allí al socaire de dicha cultura.
Las diferencias ideológicas, pues, no parece que percutan gran cosa sobre el níveo suceso, aunque no sé si sobre el particular tendrá algo que decir Ángela Vallvey, que acaba de publicar un interesante libro titulado “Ateísmo ideológico” en el que reflexiona sobre ésta pregunta que se hace: “¿Por qué los votantes siguen depositando su confianza en políticos corrompidos, deshonestos, malvados, ineptos...?” Según Vallvey, una respuesta podría ser que porque tienen una fe religiosa en ellos desde que la ideología sustituyó a la religión a partir de la Revolución Francesa, de suerte que la escritora, que se define como “atea ideológica”, abogaría por apartar la ideología del gobierno de los estados del mismo modo que en su día se apartó a la Iglesia para activar el progreso.
Uno no está seguro de que las ideologías, que deberían ser el producto de la combinación depurada del conjunto de las ideas de uno, tengan la culpa de casi todo, aunque sí quienes las envilecen y las usan para machacar al prójimo, al “otro”. Pero sí es seguro que en los tiritos que se meten entre pecho y espalda los comunes, las ideologías no pintan nada.