Políticos y personas

Ni puedo ni quiero escribir de políticos que en lugar de servir a los ciudadanos se sirven de ellos. Que, en lugar de servir a la Constitución y a la Justicia se sirven de ellas. No sé cómo puedo decirle a mi nieta Paula, que dice que quiere ser juez y luego dedicarse a la política que, para llegar a los lugares de máxima responsabilidad en un Estado de Derecho, lo que menos importa son los conocimientos acreditados, el prestigio reconocido y la competencia técnica porque lo que prima es la cercanía política a los que mandan. Y que, esos políticos a los que se les llena la boca hablando de la intocable independencia judicial, lo que de verdad quieren es no solo que la Justicia siga con una venda en los ojos, sino cerrarle también la boca. Y eso pasa en las filas de la derecha, sin duda, pero exactamente igual en las de la izquierda, por más que algunos medios progresistas de este país sólo quieran ver una parte del problema. La salud de la democracia española es hoy mucho peor que hace unas semanas o unos meses, con un Parlamento a la deriva, unos socios de Gobierno que desacatan y desautorizan las decisiones judiciales y amenazan con llevar ante la justicia a la presidenta del Parlamento en una especie de guerra sucia que no respeta nada y una oposición que dice una cosa y hace la contraria. ¿Servidores públicos? No, lo público al servicio del interés de unos pocos.


Por eso, prefiero hablar de personas que tratan a las personas como personas. De quienes practican la solidaridad a cambio de nada, por amor. Esta semana celebramos el Domund, el día de los misioneros que están por el mundo, miles de ellos españoles, religiosos y religiosas, también laicos, en más de 1.100 territorios donde a la pandemia del Covid, se suman las del hambre, la pobreza, el SIDA, la presencia de mercenarios que queman poblados enteros, escuelas, hospitales como arma de guerra, que asesinan y violan a mujeres y niños. Personas que lo han perdido todo y a los que solo defiende la solidaridad de un misionero que cada día arriesga su vida para detener la barbarie, para calmar la desesperanza, para tratar de dar una salida a los que no tienen ninguna. Personas que tienen que huir y dejar lo poco que tenían, incluso su dignidad, en regímenes dictatoriales corruptos, en situaciones de guerra o de terrorismo. Personas que emigran por necesidad, para salvar su vida.


Esos misioneros no son héroes, sino los últimos servidores de los que no tienen nada, de las personas más desfavorecidas en los lugares más abandonados. Cada euro que va a las misiones se emplea en las misiones. No podemos decir lo mismo de muchas ayudas que los gobiernos democráticos envían a los gobiernos de esos países. En muchas ocasiones solo sirven para fortalecer la corrupción o para pagar que no nos envíen más migrantes. Estos misioneros llevan el mensaje de Jesús a esos lugares, un mensaje vivo, que crea escuelas y hospitales, que forma a mujeres y jóvenes para que puedan ser libres, que enseña solidaridad, que une, defiende y hermana a personas de distintas creencias, que no diferencia por raza ni por religión ni por sexo. Todos estos misioneros volverían a elegir serlo si nacieran de nuevo. Han visto el rostro de la pobreza y de la inhumanidad, pero también el de la generosidad, la pasión, la alegría. Son la Iglesia fresca, real, el evangelio que se toca. Allí donde sobreabundan los pobres y los perseguidos hay también muchos cristos en miniatura. Estos servidores de Jesús, y por eso, de lo público, que predican con el ejemplo y que tratan de curar las cicatrices de una crisis permanente que los que mandan en el mundo no quieren curar, son los que, de verdad, valen la pena.

Políticos y personas

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