El bienestar

Que el bienestar sea una condición para el desarrollo personal, como seres humanos en plenitud, no es un hallazgo reciente ni mucho menos. Ya los antiguos entendieron que sin unas condiciones materiales adecuadas no es posible el desarrollo de la vida moral, de la vida personal, y el ser humano queda atrapado en la perentoriedad de los problemas derivados de lo que podríamos llamar su simple condición animal y reducido a ella.

Bienestar no es equivalente a desarrollo personal. El bienestar es la base, la condición de partida que hace posible ese desarrollo. Si todos apreciamos como imprescindible el respirar bien, nadie se contentaría con vivir sólo con el ejercicio de esa función.

Concebir el bienestar como una finalidad de la actividad pública, como una meta o un punto de llegada, provocó una espiral de consumo, de inversión, de intervención, que llegó a desembocar en la concepción del Estado como providente, como tutor de los ciudadanos e instancia para la resolución última de sus demandas de todo orden. Este modo de entender la acción del Estado condujo de modo a considerar a las instancias públicas como proveedoras de la solución a todas las necesidades, incluso a las más menudas, incluso a nuestras incomodidades.

En esa espiral, asumida desde planteamientos doctrinarios que la historia más reciente ha demostrado errados, el Estado ha llegado prácticamente a su colapso, ha sido incapaz de responder a la voracidad de los consumidores que él mismo ha alumbrado y alimentado con mimo a veces demagógico. Exigencia de prestaciones y evasión de responsabilidades se han confabulado para hacer imposible el sueño intervencionista del Estado providencia. En un Estado así concebido el individuo se convierte en una pieza de la maquinaria de producción y en una unidad de consumo y, por ende, se ve privado de sus derechos más elementales si no se somete a la lógica de este Estado, quedando arrumbados su libertad, su iniciativa, su espontaneidad, su creatividad, y reducida su condición a la de pieza uniforme en el engranaje social, con una libertad aparente reducida al ámbito de la privacidad.

Así las cosas, someramente descritas, la reforma del llamado Estado de bienestar no ha sido tarea de un liberalismo rampante como algunos han pretendido hacer creer. No hay tal cosa. La necesidad de la reforma ha venido impuesta por una razón material y por una razón moral. La reforma del Estado de bienestar ha sido una exigencia impuesta por el fracaso de una concepción desproporcionada, de una deriva estática. Escrito de otra manera, la reforma del Estado de bienestar ha sido exigida por la realidad, por las cuentas, por su inviabilidad práctica. Y, en el orden moral, por la grave insatisfacción que se ha ido produciendo en las generaciones nuevas que han visto reducida su existencia a una condición estabular que no podía menos que repugnarle. Hoy, en plena pandemia, tal reforma es urgente.


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