La imputación es un concepto antiguo, que en su etimología romana ya nos plantea, «imputatio», atribuir algo a alguien, atribución se hace como propia. Hasta ahora no se ha demostrado que las instituciones actúen ellas solas al margen de las personas que en ellas laboran, y probablemente, si las cosas no cambian sustancialmente, que en veinte siglos no han cambiado, será muy difícil que acontezca en el futuro. Sin embargo, cuándo una persona física actúa, aunque sea revestida de un cargo o posición pública, es ella misma la que se proyecta con todo su ser sobre lo que hace o deja de hacer. Por eso, la pretensión de desconectar la actuación de sus consecuencias es, sencillamente, una operación dirigida claramente a volver al pasado, al Antiguo Régimen, a través de sutiles y sofisticados caminos: una vuelta a la irresponsabilidad, algo que el Estado de Derecho combatió intensamente.
Imputación en sentido escrito, como enseña Mauro Ronco en su trabajo sobre La relación entre la imputación y la responsabilidad, de obligada lectura en esta materia, se refiere a atribuir a alguien. La expresión: tal libro es de Kant, significa, en sentido estricto, que fue escrito por él. En sentido figurado, la imputación expresa el concepto de atribuir a título de mérito o de culpa. En efecto, partiendo del uso del término imputación en el lenguaje jurídico según Tomas de Aquino, se refiere a un modo de aseveración real en el sentido de que aquello que se imputa (la acción y algunas de sus consecuencias) puede ser atribuido en la media en que exprese plenamente su pertenencia a aquel a quien se imputa, como propio de su conducta.
En realidad, entre la persona y su actuación existe una relación de autoría intencional que se define como imputación. La imputación, por tanto, es como una marca de la misma persona en su proyección exterior en la que no es inescindible, de ninguna manera, su dimensión interna pues el ser humano es, como decía hace mucho tiempo una de las mejores definiciones que conozco de persona, una sustancia individual de naturaleza racional. Su impronta racional está inscrita en todas sus actuaciones salvo que estemos en presencia de personas sin capacidad racional, en cuyo caso serían inimputables y por ende irresponsables.
Las actuaciones de los humanos reflejan el todo personal y la normatividad debe atender a esta realidad. El problema aparece, también en la materia que nos ocupa, cuándo se legisla o se dictan sentencias al margen de la realidad de las cosas, como dice Ronco de modo independiente de la esencia del hombre y de sus relaciones sociales y jurídicas, sobre la base de estructuras normativas.
La responsabilidad es la consecuencia de la imputación. Precisamente porque la imputación expresa la pertenencia del acto y de algunas de sus consecuencias a la persona, por esta razón corresponde que esta responda ante los demás y ante la comunidad política de la conducta realizada, para bien o para mal. Sin imputación no hay verdadera responsabilidad. Es decir, para que haya responsabilidad debe haber imputación. Este es el meollo de la cuestión.
No son imputación y responsabilidad conceptos análogos. No lo son, pero si están relacionados porque de la imputación se sigue la responsabilidad. Y como no hay actuación humana que no sea imputable, salvo aquellas en que no hay conciencia real de su realización, todas las actuaciones de los hombres, nos guste o no, porque son objeto de imputación son responsables. Otra cosa es que, como aconteciera durante mucho tiempo, el dogma de la irresponsabilidad, «The King can do not wrong», haya acampado en el Estado absoluto y hoy, en la democracia formalistaque nos domina, esté de nuevo bien presente. Pero en el Estado de Derecho, como nadie está por encima de la ley, todos somos responsables, sobre todo, y fundamentalmente, quienes actúan investidos de cargos públicos que, en nuestra opinión, disponen precisamente por ello de un plus de responsabilidad. Algo que hoy, también en España, se ha olvidado y que esperemos sea recordado convenientemente por el poder judicial.