Individualismo y libertad solidaria (I)

En el tiempo en que vivimos, los derechos humanos, los derechos fundamentales de la persona, se conciben, y se practican por amplias capas de la sociedad, de forma netamente individualista. Incluso muchas políticas públicas que se diseñan para expandir los derechos se concentran únicamente en el campo de las opciones o preferencias individuales. Tales operaciones, que lesionan básicos derechos sociales fundamentales de la persona, no tienen presente las condiciones reales de ejercicio de la libertad. Por ejemplo, afirmar que un mujer es libre para abortar cuándo se la deja a solas a su suerte, sin ayudas integrales, sin medios o posibilidades de criar dignamente a su hijo, es inaceptable. Igualmente, facilitar la eutanasia del enfermo incurable sin ofrecer un plan razonable de cuidados paliativos suele encerrar una perspectiva utilitaria de la vida humana. Por eso, hoy cobra especial relevancia construir derechos sociales fundamentales que atiendan a la defensa de la fragilidad humana y eviten esta cultura del descarte en la que los seres humanos, incluso los que están por llegar, son objeto de usar y tirar.


Las diferentes posiciones existentes en relación con el concepto de libertad y con la noción de solidaridad, se enconan, es lógico, en tiempos de zozobra y de crisis como la que ahora vivimos a causa de la pandemia. En estos casos, y en estos tiempos, las cuestiones tienden a simplificarse y, con ocasión y sin ella, aparece, adobado por el populismo imperante, el pensamiento bipolar y maniqueo, tan español como acredita nuestra historia. Por supuesto, los conceptos de libertad y solidaridad no se escapan de estos esquemas.


Efectivamente, una concepción puramente individualista de la libertad, que suele acompañar algunas posiciones liberales doctrinarias, entiende la libertad como una capacidad para el uso y disfrute exclusivamente individual. La libertad, según estas interpretaciones, es sólo libertad para mí, me interesa la libertad de los demás en tanto en cuanto se erige como una garantía de la mía propia; en última instancia concibo la libertad de los otros como una limitación de la mía, porque donde empieza aquella termina esta.


En la posición contraria, desde posiciones socialistas –y también, por cierto, desde las nacionalistas-, se entiende la libertad sólo en un sentido colectivo, la libertad de una clase universal o la libertad nacional, de modo que las libertades individuales aparecen sometidas, o condicionadas por los intereses superiores que el Estado debe administrar.


Esta contraposición clásica entre libertad e igualdad ha estado presente en la secular discordia simbolizada en el enfrentamiento político entre derechas e izquierdas, hoy de nuevo en el candelero ante la inminencia de las elecciones del 4-M. En Madrid Sin embargo, los límites de esas mismas definiciones quedan patentes cuando la socialdemocracia se presenta a sí misma –legítimamente- como defensor de las libertades individuales, y la derecha democrática reivindica –con no menos legitimidad- sus reales e históricas aportaciones a la integración social.


La utopía socialista tiene, desde luego, su valor, -histórico, ideológico, emotivo-, pero desde un punto de vista político ha perdido todo su sentido, según lo prueba el reiterado fracaso de las tentativas de aplicación en tantas latitudes y épocas y con tantas fórmulas.


Y además ha dejado patente su letalidad cuando se establece como guía en la acción de gobierno. Lo mismo podríamos decir de la utopía liberal, aunque en algunas formulaciones del liberalismo doctrinal cabría más bien hablar de su error de partida, señalado tantas veces por algunos de sus críticos, como lo es la suposición de que todos somos, realmente y en la misma medida, seres libres y autónomos.


El ejercicio y la promoción de la libertad solidaria es, en mi opinión, la clave para entender estos dos conceptos en el Estado social y democrático de Derecho. En efecto, o somos capaces de conjugar adecuadamente estos dos vectores fundamentales de la vida social y política o posiblemente los sistemas democráticos habrán culminado su carrera histórica. No se trata de ningún descubrimiento, se trata de la constatación de un hecho. Nadie en su sano juicio puede discutir hoy la necesidad de los emprendedores, de un sector empresarial dinámico, innovador, imaginativo, eficiente. Ni se puede pasar por alto la necesidad de priorizar la atención de los menos favorecidos, entre ellos los pensionistas y los parados, y de contar con la presencia de los agentes sociales, muy particularmente de los sindicatos, en el planeamiento y aplicación de la política nacional o supranacional.


Una política de solidaridad libre y socialmente asumida, no impuesta desde los mecanismos del Estado, sólo es posible desde los fundamentos culturales de una sociedad realmente libre y solidaria, no desde la imposición. O la acción de gobierno se conjuga con el sentir y la iniciativa social, o, lo que es peor, se aplicará impositivamente, con consecuencias potencialmente devastadores sobre el tejido social y productivo. Pretender una acción solidaria desde un sentir mayoritario que no represente de hecho el sentir general, de todos los sectores componentes de la ciudadanía, es imposible. Ahí no hay solidaridad, porque no hay libertad.


Igualmente, una libertad que no tome en cuenta la dimensión social de la persona, además de tratarse de una libertad reducida, es falsa, porque lo real es que la libertad pueda ser ejercida por todos, también por aquellos que precisan de acciones positivas de los Poderes públicos para realizarla. Además, la libertad de los demás no es sólo garantía de la mía, sino que me hace realmente más libre, de manera que la posibilidad de hacer más libres a los demás aumenta cuando desde mi propia libertad busco la cooperación con ellos. Es un imperativo ético y político la creación de las condiciones sociales y culturales que hagan posible el ejercicio de una libertad auténtica por parte de cada ciudadano. Aquí atisbo una conexión de fondo de la política con la ética pública que trascendería el marco de un simple código de comportamientos.


Libertad solidaria es una expresión cada vez más actual y necesaria. Porque la libertad es el marco adecuado, necesario, para que se produzca la apertura a los demás que se afirma en la solidaridad. Así la libertad de los demás ya no se entiende primariamente como un límite de la mía –aunque lo sea, considerada negativamente- sino que la libertad de los demás posibilita, mediante el acuerdo, el diálogo, el entendimiento, una ampliación sin límites de mi propia libertad. Es decir, para que la libertad sea tal debe ser solidaridad y para que la solidaridad se realice de verdad, debe ser libre. 

Individualismo y libertad solidaria (I)

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