Aunque algunos se lo atribuyen a Peter Drucker, fue William Thomson Kelvin quien, a finales del siglo XIX, lanzó ese mantra del marketing actual: “Lo que no se define, no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre”.
Una de las pocas decisiones inteligentes del ministro de Universidades, Manuel Castells ha sido encargar un estudio para medir el cumplimiento de los objetivos de calidad por parte de las Universidades españolas, antesala de un decreto de creación, reconocimiento y autorización de las Universidades para que todas demuestren que cumplen las tres misiones que les competen: docencia, investigación y transferencia de conocimiento. Aunque dicen que el baremo no se pone muy alto en el citado decreto solo 18 de las 81 Universidades pasan el examen. Y si nos referimos a las 33 Universidades privadas, solo aprueba la de Navarra. Hay más datos: el 47% del personal docente investigador tiene contratos temporales, lo que, además de impresentable, es ilegal. Sorprenderse de la baja calidad de las Universidades españolas, con alguna excepción, es no saber de qué se habla. Pero aquí, al menos, se han medido algunos conceptos, no todos. Si quieren hablamos de la Justicia, donde a la falta de datos serios y de medios personales y tecnológicos, se suma una deficiente organización. No solo se señalan juicios para dentro de dos o tres años, sino que muchos procesos tardan una decena de años en resolverse, aunque cuando hay sentencia ya no haya justicia. Si quieren hablamos de la gestión de la pandemia y de cómo nadie, ni el Gobierno central ni los autonómicos, ha hecho una evaluación de los aciertos y errores. O de la vacunación, carente, en muchos casos, de un Plan y de criterios sólidos.
¿Alguien se ha planteado, al menos, evaluar periódicamente, a los catedráticos, a los jueces, a los funcionarios, a los profesores, a los médicos del sistema público, inamovibles en sus puestos, como se hace en la mayor parte de las empresas privadas? ¿Es ético tratar igual a los que trabajan y a los que huelgan? ¿Quién mide la eficiencia de los políticos, los que gobiernan y los que son oposición, cómo emplean su tiempo, qué iniciativas han tomado? ¿Cómo se van a gestionar los fondos europeos para la reconstrucción de la economía si no hay un Plan ni unos criterios medibles? Si a esta carencia, que incide esencialmente en la calidad de nuestras instituciones y de nuestros servicios, le añaden ustedes la opacidad creciente es más actual que nunca eso de que “lo que no se define, no se puede medir; lo que no se mide no se puede mejorar; y lo que no se mejora, se degrada”. Tal vez por eso, nuestra eficiencia como país deja mucho que desear o, cuando menos, limita enormemente nuestro indudable potencial.