Siempre he sido de los que piensan que si una cosa funciona bien, más vale no tocarla. Para mí, esta idea como punto de partida es fundamental para analizar la obligatoriedad o voluntariedad de las vacunas frente a la covid-19. ¿Existe debate entre los profesionales sanitarios y la ciudadanía sobre estar a favor o en contra de las vacunas?
Honestamente creo que la respuesta es no. Los que están planteando dudas sobre la conveniencia de estas vacunas, en realidad están poniendo en cuestión al propio conocimiento científico. Por eso, estas dudas florecen en trincheras minoritarias ajenas a la ciencia y más próximas a las creencias.
Si revisamos las encuestas de meses anteriores a la llegada de las vacunas, un porcentaje amplio de los ciudadanos era reacio a ser vacunado inicialmente. Conforme han ido llegando estos productos y se ha ido constatando que son seguras y que los efectos secundarios que pueden presentar son los esperados y ya detectados en los ensayos clínicos, la adherencia a la vacunación ha aumentado exponencialmente.
Ahora el problema no es tanto que haya ciudadanos que no se quieran vacunar, sino que en estos momentos no hay vacunas para todos los que quieren ser inmunizados ya. Además, hay que señalar que dentro de la población reticente hay muchas personas que lo que reclaman es información.
Y ahí está una de las claves principales: educar. Si no hacemos esto, y además sancionamos económicamente a estos ciudadanos, estaríamos contribuyendo a generar resistencias a la vacunación.
Con el escenario favorable a la vacunación que tenemos, hacer obligatoria la medida puede crear ‘anticuerpos’ que generen un mayor rechazo. Es más, posiblemente perjudicaríamos económicamente a sectores que tienen dudas y que reclaman algo tan sencillo y complejo como es la buena comunicación.