En la cuenta atrás

Va faltando cada vez menos para el baño de realidad que aguarda a quienes de buena fe, en la cabina de mandos o en el último vagón, han hecho este absurdo viaje a ninguna parte en nombre de una república catalana fuera del Estado español. La señal será la aceptación a trámite del inminente recurso del Gobierno ante el Tribunal Constitucional con inmediato efecto suspensivo de la resolución independentista del Parlament.
A partir de ese momento, la nueva capacidad sancionadora del alto tribunal, adquirida por una reciente reforma impulsada por el PP, así como las previsiones del Código Penal, oportunamente recogidas el en un escrito del fiscal de la Audiencia Nacional, deberían bastar para desactivar los llamamientos a la desobediencia civil contenidos en la propia resolución separatista. Hasta veintiuna personas, según el informe del Consejo de Estado –preceptivo, pero no vinculante–, podrían ser sancionadas por vía administrativa o por vía penal si atienden ese llamamiento a la desobediencia cuando el TC haya suspendido la resolución por presunta inconstitucionalidad.
Pero si persiste la desobediencia y se hace sistemática entre los responsables de las instituciones catalanas, incluidos los que están en funciones, como el president y sus consejeros, el Gobierno podría aplicar las previsiones del articulo 155 de la Constitutión (las medidas que sean “necesarias” para “obligar” a la comunidad autónoma al cumplimiento de sus “obligaciones”). Sin embargo, es dudosa la utilización de este recurso. Salvo que no haya otro remedio, el Gobierno no es partidario. Y el líder del PSOE, Pedro Sánchez, tampoco, según lo hablado con Rajoy. Al menos mientras no se haya formado el nuevo Govern, con Artur Mas o sin él. Lo cual nos puede llevar a una fecha posterior al 20 de diciembre, vistas las dificultades que los nacionalistas tienen para consensuar un nombre distinto al del actual presidente en funciones.
Ni siquiera como hipótesis lejana se contempla el escenario esbozado por los nacionalistas en la resolución, ilegal a todas luces, aprobada el lunes pasado en el Parlament. Una eventual declaración unilateral de independencia no iría seguida del reconocimiento de ninguno de los Estados presentes en las instituciones internacionales comprometidas con el sistema democrático y el respeto a la legalidad interna de otros Estados legítimamente constituidos sobre el doble principio de soberanía nacional e integridad territorial.
De todos modos, el desencanto de quienes apuestan de buena fe por una Cataluña independiente, como llave del paraíso prometido por Artur Mas en su discurso de investidura –fallida, como se sabe–, está garantizado en ese baño de realidad que resultará del ya inevitable choque con un Estado que ejerce el derecho a la legítima defensa. Entonces los componentes emocionales se convertirán en frustración pura y dura porque ese será el momento de someterse de nuevo al imperio de la razón, donde manda el cerebro y no el corazón.

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