el alcalde de Ferrol, Jorge Suárez, confirmaba el pasado sábado que repetiría candidatura en las elecciones municipales del próximo año. Y argumentaba, entre otros aspectos, que su proyecto de ciudad necesita ocho años de mandato para desarrollarse. La cuestión es saber qué candidato, al menos en los últimos quince años, no ha esgrimido idéntica necesidad. Y es que, bajo cualquier circunstancia, aun incluso con las velas henchidas por gobiernos paralelos en la Xunta o en Madrid, resulta un tanto ilusorio que un mandatario local pueda asumir verdaderos cambios para la ciudad o la localidad a la que representa. Si alguien cree que en cuatro años de mandato, un gobierno –del color que sea– es capaz de transformar, al menos con un mínimo calado, el panorama social, urbanístico o económico de una urbe, deberíamos pensar entonces que nos encontramos ante una vana ilusión.
Repetir mandato es mera cuestión de números, esos que derivan de las urnas cada cuatro años y que, por costumbre –o tal vez acaso también por algo de ilusión– se corresponden con la labor de gestión del gobierno saliente. Así, los hay que hacen mucho –o lo intentan–, poco o nada –pese a los intentos, si es que los hubo–. El resultado se reduce pues a un mero reflejo de lo visto, o percibido, pero también es consecuencia de lo que no se ha hecho, del grado de credibilidad o, simplemente, de la confianza que aporta el criterio personal de cada votante.
Rige esto último especialmente para el indeciso, para el que habiendo emitido su voto con la fe puesta en la esperanza que aporta toda promesa de cambio, confía en que la mudanza sea efectiva, al menos en un mínimo grado. Al resto de electores conviene dejarlos al margen si de lo que estamos hablando es del votante fiel, imperturbable –¿o incrédulo?– a la evidencia y para que el tanto da que se haya hecho bien o mal, o sencillamente se haya intentado, porque su conclusión será que él está en lo cierto y que el partido al que otorga su confianza siempre será el que lo represente, independientemente de los resultados de su gestión, lo haya hecho bien o mal.
De todo esto hay, por supuesto, en esta ciudad, aunque tal vez se eche en falta algo más de sentido común y, por ejemplo, abandonar eso de lo que tanta gala hacen los franceses a la hora de identificarse con su país siempre en positivo.
Nadamos, así, sobre la superficie o bajo ella, pero nunca entre dos aguas. Queremos a Ferrol o odiamos a Ferrol, pero pocos parecen entender que para encontrar la verdadera dimensión de esta ciudad antes debe asumirse que, para amarla, también es necesario odiarla.
No se trata ni mucho menos de repudiarla, sino de asimilar por qué nos duele que esta ciudad sea hoy en día la que menos ha avanzado, en múltiples aspectos, del conjunto de las grandes urbes gallegas.
Sería un error por parte de los ferrolanos persistir en el pasado como un elemento de refuerzo a nuestra realidad. Cierto que Ferrol fue históricamente una de las primeras ciudades de Galicia cuando otras ahora más importantes y grandes apenas albergaban pueblos de pescadores, pero ese es, ni más ni menos, el pasado. Pensar exclusivamente en él, reducir al simplismo el hecho de que unos gobiernos u otros han tenido la culpa o no del estado en el que nos hallamos, no conduce más que al derrotismo, sobre todo si es la ignorancia la que lo preside.
Ferrol no solo necesita ocho años de un gobierno estable y continuista, sino de algo a lo que nunca ha aspirado precisamente por ese antagonismo tan propio y cabal de toda sociedad pero que tanta falta de voluntad espanta. Tratar de comprender que, teniendo en cuenta que son ya décadas las que nos separan en el tiempo y no sólo en la distancia de otras ciudades constituiría únicamente un primer avance.
La ambición política, entendida no como la sana y fructífera aspiración de servir al pueblo sino, en su forma más peyorativa, como el deseo de ocupar el gobierno, es lo que nos merma. De ahí ese tan acostumbrado pico y pala que se emplea en una ciudad en la que se han dilapidado recursos, se obvian voluntades y se porfía en desandar lo andado porque esto último tiene a otros protagonistas distintos a los de procuran las urnas. Nos falta –siempre ha sido así– la voluntad de pensar en el futuro.