Administrar la ciudad, orientar su acción, equilibrar los grupos que forman parte de ella... Esa es la trea del buen gobernante de Platón. El trabajo moral consiste también, en parte, en eso. En conocer nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades, las oportunidades que nos ofrece nuestra situación, y jugar nuestras bazas, respetando las reglas del juego, de la partida.
Es decir, la partida consiste en alcanzar un mejor conocimiento de los grandes valores morales, un mejor conocimiento propio, y una adecuación más completa y adecuada de mi propia y singularísima realidad personal, de mi vida, a aquellos valores.
Y ahí entra también la administración de nuestros defectos. Luego hay que exigir el esfuerzo para desterrar los propios defectos. Pero normalmente eso irá para largo. De momento habrá que ir aprendiendo a convivir con ellos y a aprovecharlos.
En la labor educativa es fundamental la autonomía del profesor. No sólo por la razón de que quien se constituye como promotor de la autonomía de los alumnos debe ser él mismo autónomo, sino también porque la tarea educativa, así formulada, es un arte, un magisterio.
Pero es, por lo mismo y ante todo, una tarea de mejora moral del educador mismo. Más que formar a otros, nos estamos formando nosotros.
Si no se toma así, la tarea educativa se falsea, se hace imposible. Es lógico que así sea porque si el educador pretende afirmarse ante su alumno olvida que lo está haciendo ante imberbes –la expresión quiere ser descriptiva–, ante hombres inmaduros.
La personalidad del educador que equivoque así la orientación de su tarea se achicará, se ensombrecerá, se acartonará con el trato infantil o adolescente.
Hay que abrirse, por lo tanto, a la dimensión ética de la tarea, es preciso descubrir en la práctica –y que sea de hecho así– que el mayor beneficiado en la tarea de formación es el propio profesor.