Censura

El pasado domingo un periódico nacional publicaba un artículo sobre el trabajo de recopilación del autor y crítico literario alemán Werner Fuld en Breve historia de los libros prohibidos, que aborda las obras que fueron salvadas de la censura y la persecución a lo largo de la historia. Para ilustrarlo, nada mejor que una fotografía de nazis sacando, en difícil equilibrio alguno, textos de un edificio público, lógicamente con la idea de quemarlos. Por evidentes razones, al margen de la elocuente imagen y antes de leer el artículo, me vino a la mente Fahrenheit 451, que a la postre, por supuesto, era citada como referencia indispensable de un mundo en el que la libertad de pensamiento, en definitiva la libertad de acción, era un elemento ajeno a las vidas cotidianas. La imposición, el hecho de ejercerla, es lo que conlleva este tipo de actuaciones, cíclicas si se quiere en la Historia y tan próximas y evidentes como lo puede demostrar, pongamos por ejemplo, un país como Corea del Norte. Solo la carencia de un acceso libre a la información, a la formación y a la cultura puede determinar que una nación entera viva con la certeza de que lo que alimenta sus vidas es la ignorancia, cuestión que es precisamente lo que sostiene un régimen político a medio camino entre el Chaplin de El gran dictador o La vida de los otros, simil más próximo y no tan lejano como lo fue la Alemania del Este –Stasi por medio– en los últimos años de gobierno prosoviético. No conviene olvidarse de Orwell. Más próximo a nosotros, este modo de imposición, de control absoluto, fue el ejercido por la dictadura franquista, que no solo siguió el manual del Índice de libros prohibidos, elaborado por la Iglesia y pasmosamente vigente hasta 1966, sino que lo incrementó.
La imposición del pensamiento único es siempre el triunfo de unos pocos, la necesidad básica y esencial de mantener el poder a costa de la ignorancia y, sobre todo, de dejar clara constancia de que, más allá de lo que se da a conocer, no existe nada y siempre es perjudicial para el concepto tribal de sociedad. Lo estamos viendo ahora, que tenemos la absoluta certeza de que la razón y el sentido común son obviadas a costa de ese pensamiento único basado en mayorías capaces de retraernos en cuestiones como la educación o la capacidad interior, libre, individual, siempre razonada, para ajustar la realidad de los hechos a la vida misma, a costa de la casi total supresión de garantías como la del aborto, la ya mencionada de la educación o la referente al derecho de manifestación. No es precisamente la generación a caballo entre la dictadura y la democracia el principal objetivo de esta máxima, sino –y eso es lo más grave– las posteriores, aquellas que carecen de las referencias indispensables que fueron las que garantizaron el modelo de Transición que conocemos, y que son conducidas al aislamiento, a la inequívoca sensación de que todo consiste en convencer de que no hay otra verdad. ¿No es ese el mismo principio que nutría la censura?

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