Los episodios de los másteres regalados, los plagios en los trabajos y en la tesis del presidente y las falsificaciones de currículos me recordaron las sabias reflexiones de un viejo profesor que, con pedagógico sentido común, además de inculcar a sus jóvenes alumnos el amor al estudio, les enseñaba las primeras normas para escribir un trabajo e iniciar el camino de la investigación.
La premisa de su primera reflexión partía de una declaración de fe en la propiedad intelectual, en los saberes que acumula una persona que, decía, deben ser respetados por ser fruto de un trabajo que implica la renuncia a otras actividades, a veces más placenteras. Por eso no admitía que se “fusilaran” párrafos –aunque solo fueran las 300 o 500 palabras de Adriana Lastra– sin mencionar su paternidad. Las citas de otros autores bien traídas, sentenciaba, enriquecen el trabajo propio.
Dicho esto, sin perder la seriedad de docente, añadía en tono deliciosamente irónico que para copiar también hay que tener ciertas dotes. “Cuando uno copia de un solo autor comete plagio, pero si copia de dos puede acabar haciendo un discreto trabajo de investigación”, ironizaba. Un pecado intelectual que, sostenía, siempre es descubierto, aunque en aquella época no existían empresas con software antiplagio. La penitencia, sentenciaba, es el descrédito que acompañará toda la vida al falso investigador.
Para realzar el mérito y el esfuerzo, valores de los que tanto hablamos ahora, apelaba al dicho popular “saber no ocupa lugar”, que él completaba con dos palabras: “ocupa tiempo”. La ciencia, añadía, no es un regalo que los dioses dan a unos cuantos elegidos. Los conocimientos se adquieren tras horas de lectura y estudio continuados en los pupitres de la clase, en el espacio de los hogares o en la soledad de las bibliotecas.
Antes de rematar la clase, el maestro advertía a sus alumnos “primerizos” en la universidad que “el título –entonces la licenciatura– no da la ciencia, a veces ni siquiera la supone. Cuando uno acaba la carrera solo está capacitado para empezar a estudiar” consultando libros que contienen lo mejor que fue pensado y descubierto. Sabia consideración que encaja con la necesidad del aprendizaje permanente que exige ahora la cuarta revolución industrial.
Lástima que aquel profesor no tuviera como alumnos a los citados integrantes de la “ineptocracia”, término acuñado por el escritor Jean d’Ormesson. Aunque presiento que no irían a sus clases.