Puede que la señora Merkel haya solventado, al menos de forma temporal y pasando por el aro, el pulso que sobre política inmigratoria le había planteado su propio ministro de Interior y líder de los socialcristianos bávaros, Horst Seehofer. Puede –digo– que haya zanjado con sus tradicionales socios una crisis de gobierno, pero la solución europea que también pretendía no sólo sigue pendiente, sino que se presenta cada vez más enconada y problemática.
Cierto es que el acuerdo a nivel nacional y el de supermínimos esbozado en Bruselas en el seno del Consejo Europeo de la semana pasada vienen a coincidir en un punto que suscita no pocas dudas sobre su legalidad; esto es, en la creación de “centros de tránsito” o instalaciones en principio cerradas donde se albergaría a los irregulares inicialmente inscritos en algún enclave de la UE, pero que intentan acceder luego a países terceros.
Allí permanecerían hasta que se resolviera su situación. De no obtener el permiso de entrada, serían devueltos sin más al punto de procedencia. Son los denominados movimientos o flujos secundarios de la inmigración que tantos recelos suscitan, especialmente en Alemania.
El problema reside en que el acuerdo con los colegas bávaros no casa con el más suave y humanitario alcanzado con los socios de coalición en el Gobierno federal, los socialdemócratas del SPD, ni con las pretensiones de las fronteriza Austria, que no quiere saber nada de las devoluciones que le pudieran llegar del país vecino. Cómo se vaya a conjugar todo ello, está por ver.
La señora Merkel era consciente que un acuerdo conjunto de los 27 miembros de la Unión resultaba imposible habida cuenta de los distintos intereses nacionales en juego. Por ello intentó llegar a pactos bilaterales, como el apalabrado con Pedro Sánchez y el griego Tsipras, más testimonial que otra cosa, a pesar del desproporcionado eco mediático con que fue recibido. De todas formas, la fotografía de uno y otro echando un cable a la para ellos otrora pérfida y recortadora canciller alemana no ha dejado de ser curiosa. Así las cosas, esta segunda gran crisis migratoria europea ha dejado muchas cosas abiertas y varios nuevos escenarios. En primer lugar, el viraje que la UE está dando hacia posiciones más duras, con cada vez más países dispuestos no ya el reforzamiento de las fronteras exteriores, sino al cierre incluso de las interiores.
También habrá que hablar del declive político de la señora Merkel, la última hoy gran defensora del orden liberal internacional, y la aparición en escena del nuevo halcón centroeuropeo: el canciller austriaco, Sebastian Kurz, el gobernante más joven de Europa (31 años), llegado al poder agitando el freno a la inmigración como gran promesa. Un duro entre los duros que, además, en los próximos seis meses ejercerá como presidente rotatorio de la UE.