por tirar de las orejas a unos y adular las de otros, Mariano Rajoy ha contrapuesto los beneficios que conlleva la política de pactos y acuerdos que está practicando el Ejecutivo del País Vasco frente al camino de “delirios” que ha tomado la Generalidad catalana. A su juicio, tal forma de hacer política es positiva para los vascos y el conjunto de los españoles, mientras que el desafío “estéril y antidemocrático” de la otra comunidad no resuelve nada ni produce beneficios para nadie.
No le falta razón al presidente del Gobierno y se le comprende que en estos complicados momentos haya caído en la tentación de establecer comparaciones. Pero no sé si debería poner tanto la mano en el fuego por los primeros. Porque a nadie se le oculta que la actitud conciliadora y pactista de quienes hoy mandan en Vitoria es interesada y, en consecuencia, coyuntural.
No es la primera vez, en efecto, que el PNV ejerce de muleta para los gobiernos centrales, tanto del PSOE como del PP. Ello ha ido reportando al sistema autonómico vasco un arsenal de competencias muy a mayores de las muchas capacidades de autogobierno que ya le otorga el estatuto de Gernika. Y también le ha acarreado dineros e inversiones, amén de lo altamente ventajoso por barato que le está resultando el célebre cupo o pago por los servicios no transferidos que allí presta el Estado.
Amén de los empeños propios, todo ello ha hecho del País Vasco una comunidad privilegiada; un territorio que cuenta con más recursos públicos por habitante que cualquier otro, lo que genera un evidente agravio comparativo con el resto de ciudadanos españoles. Así las cosas, se entiende la actitud pactista del hoy presidente autonómico, Urkullu. Todo sopla a su favor. Tal como está el patio, Rajoy necesita de forma poco menos que ineludible los votos de los diputados peneuvistas en el Congreso para sacar adelante lo poco aprovechable que se pueda de la legislatura en curso.
Tras una década de desencuentros, el miércoles pasado una y otra parte rubricaron la actualización de ley quinquenal del cupo –“cinco años de paz financiera”, se ha dicho– y una serie de mejoras en el concierto económico que aumentarán la ya poderosa capacidad recaudatoria de las Haciendas forales. Un acuerdo por el que, se dice, el Gobierno central puede haber pagado un precio excesivo.
Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente político no convendría poner mucho la mano en el fuego por nadie. Porque, como recordaba hace unos días el profesor Jon Juaristi, el nacionalismo vasco nunca dará por cancelado su proyecto soberanista. Aunque por motivos tácticos lo ponga hoy por hoy en modo reposo o stand-by. El independentismo –decía– no es que sea un rasgo importante de su identidad; es que es su identidad misma.