El ciudadano es el centro del sistema administrativo en un régimen democrático, y, por ello, el poder público no debe ejercerse nunca desde la perspectiva de los privilegios o las prerrogativas, sino como un instrumento de servicio a la entera sociedad.
La gente y el poder, o el poder y la gente, son realidades que cada vez son más abiertas, y que plantean un cambio profundo en su esquema de fundamentación y de funcionamiento. Pero, para ello, es menester tener bien presente que hoy en día, esta tarea pasa por seguir en primer línea luchando por la humanización de la realidad.
El poder público, bien lo sabemos, se justifica en función de hacer posibles los fines existenciales del hombre. Es más, se legitima en la medida en que su ejercicio se orienta hacia este objetivo. El fundamento jurídico del poder público reside en la constitución natural del orden colectivo necesario para el cumplimiento de las funciones sociales fundamentales. Dicho orden, y por tanto su autoridad, se funda en la naturaleza del hombre. Así se entiende perfectamente que el poder político se encuentra subordinado al bien general de todos los ciudadanos.
Vivimos, no obstante, una situación en que este modelo está en crisis. La crisis de valores de la sociedad y la crisis del llamado Estado del bienestar estático han afectado al funcionamiento del sistema, desvirtuando algunos de sus elementos esenciales.
En realidad, esta crisis, de la que se venía hablando hace años, sólo ha tomado verdadero cuerpo en el momento en que los desequilibrios económicos han producido un crecimiento desmedido del gasto público y, si me permiten la expresión, solamente cuando la sociedad ha tomado conciencia de ellos. Por ello, podríamos decir que la crisis de este modelo de Estado que se llamó Estado Providencia es, a la vez, una crisis fiscal (crisis económica), y una crisis de confianza de los ciudadanos.
Primero una crisis fiscal, debida a la imposibilidad de seguir aumentando los impuestos para sufragar el déficit público. Todos los Estados, al margen de las ideologías, se han lanzado a poner remedio a este importante problema de sus economías, pues nadie puede mantener indefinidamente un ritmo de gastos superior a los ingresos.
Paralelamente, en segundo lugar, hemos conocido una crisis de confianza en los poderes públicos y, en especial, en la Administración pública. En efecto, los ciudadanos perciben que las Administraciones Públicas modernas son aparatos extremadamente caros, ineficientes e incapaces de dar unos servicios adecuados a los ciudadanos, o sea, ineficaces.
En este sentido, es cierto que estamos en la mayor crisis de fe en las instituciones gubernativas de toda nuestra historia. Porque la corrupción ha hecho acto de presencia con inusitada fuerza. Porque la ciudadanía piensa en buena parte que autoridades públicas y privadas no hacen más que sacar provecho de su posición. Y, sobre todo, porque la crisis de la justicia deja al pueblo huérfano de un poder independiente que en caso de disputa o controversia asegure a cada uno loque se merece, lo que en verdad es suyo.
Por todo ello, es menester una reforma de la Administración Pública para que sirva efectivamente al ciudadano, auténtico propietario del aparato público. Se trata de hacer realidad el lema “una Administración Pública más eficaz, que cueste menos y que piense más en el ciudadano”, que es la rúbrica que encabeza la práctica totalidad de los procesos de reforma administrativa de vanguardia en nuestro entorno y que, por lo que se ve, sigue estando en el candelero.
Como es sabido, el espectro político tradicionalmente lo definen dos puntos y lo representa un segmento, que ahora se ve ampliado y se definine por tres puntos que ahora representan un triángulo, con tres posiciones diferentes y, por ello, netas y claras.
Pues bien, para definir tres puntos, los rudimentos de la geometría nos permiten construir una nueva figura: la circunferencia. En ella el centro ocupa una posición de apertura a todos los puntos de la superficie y desde la que se mira arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, …, sin la rigidez impuesta por aquel tradicional segmento polarizado.