Supongo que tengo un serio problema. Cada vez conozco a menos de los que salen en las teles como personajes famosos. Ni los que van a Eurovisión, ni los que “sobreviven” por Honduras, ni los que cuentan a quién le han puesto los cuernos, a Jorge Javier, al que me ha costado reconocer, ni a los que cocinan, en la teles se pasan el día guisando, ni a los que se casan en las 52 bodas del año. Supongo que debiera conocerlos porque son famosos, pero confieso mi ignorancia.
Entonces me vuelve a la memoria aquella frase que oí por vez primera a mi admirado Bernardino M. Hernando, recientemente fallecido y como tantos mucho antes olvidado, editorialista de “Tribuna”: “Son famosos porque salen en la tele y salen en la tele porque son famosos sin que se sepa la razón de lo uno ni de lo otro”. Y ya me quedo más tranquilo.
No solo es en la política, donde vivimos tiempos mermados, es que la política es un reflejo de los tiempos de hormigas por los que nos estamos adentrando mas hasta ir disminuyendo en todos los aspectos excepto en el de suponernos admirables y extraordinarios. Son tiempos de Liliput, pero donde los liliputienses se consideran como inmensos gigantes. Esto me recuerda cada vez más a un erial poblado ya no y ni siquiera de hormigas, sino de termitas y termiteros. Que suponen, además, que fuera de la colonia de los insectos no hay vida, pero resulta que la vida de estar está fuera de ella. Pero cualquiera se atreve a decirlo o a hacerlo porque fuera hace mucho frío y pasas de inmediato al exilio interior forzoso, arrojado a las tinieblas exteriores de los apestados o al ostracismo decretado por los “correctos”. Los correctos, por cierto, son los que hace nada eran los que se presumían de antisistémicos, que es la mejor forma actual de integrarse y medrar en el hormiguero a velocidad vertiginosa. Ahora y en muchos casos son ellos quienes imponen la norma que crecientemente va tendiendo a algo con lo que ya convivimos y que acatamos bovinamente convirtiéndose en algo así como la “anormalidad normalizada” impuesta como norma de conducta.
Si algo es la sociedad española es una sociedad inerme. Casi hasta barrunto el día en que empezó a serlo, pero aún no me atrevo a decirlo. Una sociedad a la que de continuo se halaga y que en la misma proporción que elimina cualquier autocrítica sobre sí misma se degrada a cada día que pasa y que resulta cada vez ya no solo más incapaz de reconocerse a sí misma en su valores sino que vuelve y se revuelca en lo peor de sus pasados. Las nuevas generaciones suponen que el futuro siempre habrá de ser mejor independientemente de lo que hagan ellos para conseguirlo. Y la historia grita que no, que así no va la cosa. Pero como no se quiere saber, la principal lección de la historia es que jamás aprendemos de sus lecciones.
Ver un día la televisión, pero solo un día, y poniendo interés en los programas que se supone reflejan el transitar de las gentes, es la mejor y mayor evidencia de cual es el momento en que nos hallamos y el estadio de civilización que hemos alcanzado colectivamente. Y por el que avanzamos con ansia hacia el futuro. Que antes se suponía (tener futuro) por el mero hecho de serlo, que era siempre cosa buena.