Sé que el espacio puede desandarse –se hace camino al andar– mientras que el tiempo es irreversible y no puede recuperarse. Si acaso sentir añoranza, nostalgia, saudade por su pérdida. Por ello, a lo largo de la vida, viajamos a la infancia. Igualito que el pirandón de Ulises.
Un anuncio radiofónico, que alude al “Pabellón Lino” me hizo recordar anécdotas contadas por mi padre. Desde escuchar su voz quejumbrosa las noches de invierno-“¡Coruñeses, os estoy esperando con espectaculares novedades!”-hasta su réplica al espectador que insistía en que bailase Lino al sustituir una cupletista por un recitador de versos “¡Qué baile
la p… de tu madre! Un incendio acabó con el local ubicado en el despacho marítimo de viajeros donde hoy se alza la Diputación Provincial.
Allí, en el teatrillo, la picaresca tenía asiento: “Como todas las artistas presumen de tener algo,/yo también tengo lo mío, pero no quiero enseñarlo...” Y Amparito dejaba con palmo de narices a todos al par que se escuchaba-sin batería, claro-el primer fox que pisó Los Cantones “En mi país no hay luz, papapá, papapá, desde que tú llegaste aquí...”.
Corremos tras La Coruña donde todos nos conocíamos. Ahora somos más pero nos rodea la soledad. Incluso no saludamos al convecino de piso.
Es el signo de las horas cuando hemos sustituido la técnica por el amor... Así faltan aquellos tipos entrañables que nos distinguieron: Liló, moviendo la cabeza en tic-tac inconfundible; el cojo Novoa y su trípode en vez de retratar al cliente lo hacía a la palmera: “te habías agachado”; Marcelino, jefe de policía norteamericano, que propusiera al presidente Truman un método eficaz para combatir los submarinos alemanes que atacaban los convoyes aliados durante la guerra: “adoquinar el Atlántico”; la extravagante Manolita y sus galas; Yiyo con pase de papel firmado por Tom Tyler que le autorizaba a acceder a los western programados por el Kiosko Bajo (La ópera)...