en los países de nuestro entorno reina la llamada Declaración Universal de Derechos Humanos desde el 10 de diciembre de 1948. En España, solo desde julio de 1977. Pero sus artículos 13 y 14 están reñidos con el trato a los migrantes en las fronteras de Europa con regiones devastadas por el hambre, la guerra y la represión política. Aunque siguen vigentes esos artículos, la realidad nos muestra actitudes deshumanizadas de los poderes públicos y unas franjas de ciudadanía cada vez más alejadas del espíritu y la letra de aquella solemne profesión de fe en la intrínseca dignidad del ser humano y de compromiso en su defensa.
La adhesión oficial al buenismo declarativo ya es papel mojado, al menos en los países que, como Grecia, Italia y Malta, pero también Alemania, Holanda y Francia, están o han estado más expuestos a la súbita irrupción de migrantes y refugiados llegados mayoritariamente desde Siria y África.
Vemos con asombro que en países blanqueados por solemnes declaraciones de fe en la dignidad y la igualdad básica de todos los seres humanos, ha subido a las capas dirigentes la concepción de los migrantes como extraños seres improductivos que alteran nuestra autoestima primermundista. El trato recibido en la Unión Europea se inspira en el miedo al otro, al diferente que viene a romper el equilibrio ecológico de lo que en esta parte del mundo llamamos estado del bienestar.
De hecho la xenofobia cotiza al alza en las urnas de países que se vieron desbordados por la llegada de migrantes. También crecía la eurofobia a medida que la UE se mostraba incapaz de gestionar el fenómeno mediante acciones coordinadas en los países miembros. Ha sido imposible hasta ahora, precisamente por los egoismos nacionales, más o menos justificados, a la hora de elaborar la reclamada política común. Eso es lo que ha puesto en evidencia, con enorme éxito de crítica y público, la decisión del Gobierno Sánchez de acoger a los 629 desdichados del “Aquarius”, que ya navegan hacia Valencia.
El impacto nacional e internacional de la decisión ha sido extraordinario. Nos hemos sentido orgullosos de que se esté viendo a España como la reserva humanitaria de Europa. Vale, medalla de oro a la fraternidad para el joven presidente del Gobierno español por el “gesto”. Pero, ojo, que el problema no se resuelve con gestos puntuales que, por otra parte, contradicen la cruel política de alambrada, con rechazo y devoluciones en caliente, que España practica en Ceuta y Melilla.
Lo deseable es que estos gestos acaben siendo eslabones de una cadena solidaria a escala europea, piezas de un plan racional de acogida ordenada, y no precisamente repitiendo el abominable aparcamiento de migrantes en un país alquilado (ay, Turquía) para externalizar el drama y silenciar nuestra mala conciencia.