Es improbable que los ‘carabinieri’ arresten a Matteo Salvini: es su jefe. Sin embargo, motivos diríase que va habiendo para que lo hicieran, así de orden moral como legal. En tanto la propia fiscalía italiana dirime la responsabilidad penal del ministro por ciscarse en la resolución de un juez para el acogimiento en puerto de los náufragos del mar y de la vida que penan a bordo del “Open Arms”, la opinión pública, o cuando menos la parte de ella que conserva un poco de humanidad, se estremece ante las declaraciones y los actos de un político empeñado, según parece, en envilecer al pueblo del que ostenta representación.
El fenómeno de la migración desesperada y masiva de África a Europa, del Sur hacia el Norte, del hambre al pan, es tan dramático como complejo, pero con actores de la talla moral del ministro de Interior italiano, también irresoluble, a menos que se pretenda que las columnas de fugitivos de la miseria, luego de haber cruzado a pie un continente duro y ser explotados, esclavizados, torturados, saqueados y violados por el camino, lleguen al mar y se ahoguen en él. Pero no se van ahogar todos, sino sólo aquellos que la perfidia populista de los Salvinis de Europa abandonen a merced de las olas, conculcando las leyes que exigen el más estricto cumplimiento, las leyes del mar.
Pero Matteo Salvini no solo conculca esas leyes cerrando aguas y puertos a la pobre gente que huye de lo que todos huiríamos y que se juega lo único que tiene, la vida, en pos de lo que todos buscaríamos, sino también las de supremo rango interno contenidas en la Constitución italiana, así como las que obligan a su país como signatario de los acuerdos internacionales relativos a los Derechos Humanos y al trato que los estados deben dispensar a las personas, particularmente a aquellas que por su condición de fugitivas buscan refugio, terreno salvífico, en unas condiciones de extrema vulnerabilidad.
Si Salvini tiene el terrible poder que exhibe sobre la vida de tantos seres humanos como simple ministro, podría pensarse que Italia, ese gran país, se desliza hacia la definitiva condición de estado fallido. ¿Y qué decir de Europa, sarpullida más y más de Salvinis e incapaz, por egoísmo, ceguera o desidia, de torcer los brazos ejecutores de una política no sólo cruel e inhumana, sino ineficaz para afrontar y resolver el problema de la migración descontrolada, que sólo puede ser abordada en Europa por políticos competentes, instruidos y con corazón. ¿Los hay? ¿Dónde, en tanto las naves de rescate se pudren, al pairo, en el hedor?