Si no ansiamos el conocimiento, ni añoramos la filosofía, ni respetamos la psicología, ni acatamos la sociología, de qué sirven la matemáticas, la física y la química. Para qué la certeza si no somos capaces de gobernar ese incierto ser que somos.
Me interrogo buscando indagar en el desaliento que produce ver como esa elemental carencia en lo humano derrota toda esperanza de humanidad. Crímenes, corrupción, terrorismo, barbarie, en todo y en todos. Lo vemos y nos sentimos, eso sí, inocentes de esa causa y de las demás.
Somos y nos reclamamos sin recato medida de todo lo bueno, es más, nos sentimos horrorizados y nos sentamos a maldecir amargamente la maldad de los otros. Y así todos y cada uno de los seres del planeta, porque todos tienen una razón para hacer lo que hacen y todos hallan justificado su quehacer.
Desde la suerte de la patria hasta la de la última de nuestras pertenencias se nos antojan motivos suficientes para llevar su defensa más allá de la vida del otro.
Y como es así, no queda sino concluir que estamos mal concebidos, que la parte animal lejos de ser erradicada se ha sosegado y llenado de discurso, pero que sigue estando ahí, y en su peor versión, esa que es capaz de crear e instaurar pautas de comportamiento individuales y colectivas. Para liberarnos de esta insania hemos de constituirnos a través del pensamiento, fuerza de toda ética, ética de toda decisión, decisión de toda novedad.