El partido republicano está hecho añicos. Todo por entregarle el poder a un personaje sin escrúpulos que utilizó la maquinaria de una de las formaciones más prestigiosos del mundo, para hacer su voluntad personal. En efecto, lo acontecido estos días en el Capitolio de los EEUU demuestra hasta donde puede llegarse en un sistema democrático si el poder reside en el jefe del partido que gobierna un país. Menos mal que el pueblo norteamericano, a pesar de la polarización, decidió desalojar de la casa blanca a un visionario y enfermo de poder.
La democracia actual, si quiere sobrevivir, debe ser perfeccionada, mejorada, para que recupere sus valores originarios y pueda contribuir a una sociedad libre, en paz, participativa, presidida por la justicia y la igualdad de oportunidades. Para ello, la crítica es un buen instrumento siempre que se utilice desde planteamientos constructivos. Y, en este contexto hay una cuestión que no se debe omitir. Me refiero a lo que muchos vienen calificando como partitocracia, o también gobierno de los líderes de los partidos, y que desde años carcome la esencia misma de la democracia alimentando inquietantes formas autoritarias de acceso y conservación del poder que acechan en tantas latitudes.
En efecto, la partitocracia es un mal que hay que combatir pero que sigue presente en nuestro tiempo. Ahora bajo formas cesaristas de dominio del partido como si fuera de propiedad privada del principal dirigente, que hace y deshace a su antojo incluso renunciando a las principales señas de identidad de la formación política. El caso de Trump y el partido republicano es patente pero hay otros supuestos, algunos muy próximos que están en la mente de todos.
La peligrosa tendencia a la oligarquización que se está produciendo en la vida política, y sobre todo en los partidos, es una de las más peligrosas enfermedades de la democracia. Para extirpar este maligno tumor habrá que pensar en sistemas de listas abiertas, limitar el número de los mandatos, fomentar la libertad de voto en determinados temas que afecten a los principios y valores que presiden el ideario de las formaciones, aumentar el número de las autoridades independientes o neutrales y buscar fórmulas para que el nivel de los dirigentes públicos sea la que se merece la sociedad. También, desde luego, reflexionar si tenemos el número de cargos públicos necesarios en cada momento o sí se nos ha ido de las manos la cuestión hasta concebir las estructuras gubernamentales como colonias de los partidos.
Por tanto, los partidos políticos también deben recuperar su funcionalidad propia dentro de la filosofía democrática. Para ello, nada mejor que los electores puedan elegir libremente a los candidatos que les merezcan mayor confianza. La partitocracia es una de las mayores corrupciones de la democracia y un caldo de cultivo en el que florece la mediocridad y la arbitrariedad. Cuando ello acontece, es el caso de este tiempo en tantas latitudes, los partidos, en lugar de ser instrumentos de intermediación entre la sociedad política y la civil, tienden a convertirse en propiedad privada de quienes están al frente, siendo utilizados única y exclusivamente como maquinarias de poder por encima, a veces incluso en contra, de los principios y criterios inspiradores de la ideología de la formación partidaria
Por eso, la partitocracia es uno de los principales enemigos de la democracia. El problema en el caso de Trump enseña que si al interior de los partidos no existe tradición democrática, hábitos y cualidades democráticos, compromiso con las ideas y convicciones de la formación, esta, al final, se convierte en un coto privado del máximo responsable y, claro, la concentración del poder, la historia así lo demuestra, trae funestas consecuencias. ¿ Aprenderemos de la enseñanza norteamericana o seguiremos dejando las riendas de los partidos a visionarios obsesionados con permanecer en el poder cuanto más tiempo mejor por el procedimiento que sea?