Frascos vacíos

acío de ideas me pongo a escribir. Exactamente eso es lo que nadie responsable debe hacer antes de ponerse a laborar, crear o tan siquiera reformar.
Siempre había creído, y en esto fui educado, que fuera lo que fuese lo que uno se proponga, debe haber una preparación previa, que solo el estudio y el trabajo, la constancia y el buen orden pueden dar.
Hace medio siglo y más, a los educandos se les decía que si querían ser hombres o mujeres de provecho deberían estudiar o aprender una profesión. Y ese sentimiento de querer ser personas de provecho era lo que nos llevaba a ir a las escuelas, a los talleres o a las maestrías, y tratar de mejorar y si fuese posible superar a nuestros compañeros.
Los mejores alumnos eran admirados y hasta envidiados por sus condiscípulos, y los profesores ponían de ejemplo a los más destacados. Todos, profesores y padres, decían de los jóvenes más destacados que llegarían a ser hombres de provecho, y ya, aunque eran compañeros, aquellos que más destacaban eran admirados por el resto del grupo.
Ellos, a veces más que los profesores, eran los encargados de resolver las dudas a los demás. Cuando un problema era difícil, o insoluble para nuestra mente inmadura, esperábamos a que alguno de nuestros “próceres “del grupo encontrase la solución .Si ellos no la encontraban, era “seguro “que el problema era insoluble. Teníamos que estar muy seguros, para no caer en un complejo de inferioridad, cuando nuestras lumbreras discutían con el “profe“ sobre algún tema en un idioma para nosotros del todo incomprensible.
Los más sanos de nosotros, la mayoría, les admirábamos y les agradecíamos su ayuda. Pero había un grupo, pequeño y diferente, que no solo no lo admiraba, sino que, al menos aparentemente, les odiaban. No era extraño que de vez en cuando, alguien de este ultimo grupo, o más frecuentemente varios de ellos, se reunían y le daban una paliza a alguno de nuestros sabios de clase. Todos los años sucedía alguna vez, y lo más admirable de aquellos sucesos era la magnifica reacción que estos tenían. También en esto solían ser los mejores.
Ya en la Universidad, no tan prietos entre nosotros, el conocimiento mutuo era más distante. Pero aun así, casi siempre sabíamos distinguir a aquellos que eran diferentes para bien. Eran mejores. Sus apuntes más claros, ordenados y algunos hasta brillantes. Cuando alguno presumía de conocer algún dato del que no se había hablado en el aula, o del que no se decía nada en los libros de texto que manejábamos habitualmente, siempre aparecía uno de nuestros brillantes compañeros, que demostraba conocerlo y con frecuencia completar nuestro conocimiento. Tuve la suerte de estar siempre, a todo lo largo de la carrera, cerca de mis selectos compañeros. De hecho en mi grupo más cercano, al menos la mitad formaban entre los más cualificados.
Pasaron los años, y medio siglo después de terminar la carrera nos volvimos a encontrar. La vida nos había llevado por caminos muy distintos. Uno era conocido no solo por haber realizado una brillante carrera en uno de los hospitales más cualificados de EEUU, sino también, esto en España, por haber realizado la operación quirúrgica más mediática, y que durante algún tiempo fue noticia principal en los telediarios españoles. Otro triunfo también en EEUU especializándose en insuficiencia renal en diabéticos. El que más tarde ejercería su carrera profesional en Canarias, antes, después de haber estudiado en Francia, creo y organizo el primer laboratorio específicamente pediátrico de España. El más callado se hizo catedrático y el que más difícil me ponía las partidas de ajedrez, en las largas tardes que pasábamos en La Casa de la Parra, recibió un premio nacional de novela relacionado con la medicina.
Nuestra cualidad no era el heroísmo, esa virtud reconcentrada en un punto y momento; pero si teníamos paciencia y constancia, que es el heroísmo diluido en larga serie de instantes.
Cuando paseábamos por las calles húmedas y estrechas de Santiago, yo ya sabia que mis amigos iban a ser hombres de provecho. Eran estudiosos, responsables, ordenados, y todos sabían, sabíamos, que nuestro deber era el estudio y que sin duda ese era el camino para ser unos buenos profesionales. Hombres de provecho.
Sin haberlo leído antes, respondíamos a aquel pensamiento napoleónico que decía que lo peor que puede hacer un hombre es ocupar un cargo para el que no esta capacitado. Vivíamos la vida, más por el lado de los deberes que por el lado de los derechos. Gozábamos en el sostenimiento de esa deliciosa carga que se llama deber.
Cuento todo esto para que comprenda el lector mi estupor al oír unas declaraciones de un expresidente del gobierno de España, en que cuando el periodista le pregunta si no creía que era condición principal para ser presidente del gobierno de España saber hablar inglés, aquel le respondió algo así como: “Así que vd. también es de los que cree que los lideres deben saber inglés? ¡Eso es muy aristocrático y poco democrático”.
Fue todo un shock. Su contestación trataba de quebrar mis pilares más sólidos de lo que entendía como debe ser un hombre de provecho. Siempre había pensado que al menos debemos aspirar a que quienes nos dirijan sean los mejores. Platón lo decía.
Estas reflexiones me vinieron a la mente, a raíz de las declaraciones de un líder político, profesor de universidad que no catedrático, pero al que votan casi la cuarta parte de los españoles cuando, después de unas declaraciones políticas sobre una sentencia judicial el periodista le pregunta si había leído la sentencia. Su contestación fue: ”Si me tengo que informar de cada uno de los temas antes de hacer declaraciones, no podría hacer declaración alguna”. Otro nuevo shock¡
Cuando Alicia, persiguiendo al conejo se cae por el túnel, va viendo como en las paredes existen gran cantidad de frascos. Todos etiquetados. De mermelada de naranja, de ciruela, de manzana. Aquello era el País de las Maravillas. El problema grave era que todos aquellos frascos estaban vacíos. No tenían ninguna clase de mermelada. Eran frascos vacíos.

Frascos vacíos

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