La bondad hecha color

Hace relativamente poco, una alumna de segundo de bachillerato a la que no podré olvidar, al igual que al resto de sus compañeros, me preguntó por qué supe que quería ser profesora. Sonreí, porque la respuesta a aquella pregunta podría parecer, cuando menos, ñoña hasta llegar a ruborizarme: “Por mi madre. Siempre quise ser profesora como mi madre –no me digan que no es una respuesta propia de una niña de 4 años–. Por mi madre, repetí”. Ella era profesora de Lengua y Literatura. De esas profesoras que llenan la clase aún teniendo un único alumno. Recuerdo verla moverse de lado a lado del encerado, declamar versos con una pasión desenfrenada, subía y bajaba el tono meciéndote con cada uno de los versos, pero lo que más me gustaba de ella era que hacía lo que fuese porque «sus niños» saliesen adelante. Yo quise ser aquello que mi madre hacía. No sé si lo habré conseguido, pero ser profesora es mi mayor ilusión, tanto que es uno de los deseos contenidos en las uvas de fin de año. 

Pero lo que no les revelé aquella mañana es que con ellos entendí porqué cuando la iba a buscar al mediodía al instituto siempre encontraba su sonrisa brillando entre decenas de cenicientos rostros. El secreto de entrar en clase con una enorme sonrisa es querer salir con una mochila llena de deberes para el resto de mi vida y treinta caras nuevas todos los días y eso se lo debo a mi madre quien me enseñó a ver la docencia desde detrás del pupitre, desde cada uno de los pupitres. Mi carrera como docente empezó en el ámbito Universitario hace ya más de veinte años, pero, créanme si les digo que pagaría por cambiar esas aulas magnas por las de un colegio como el Tirso de Molina; por las aulas y esa entrañable sala de profesores. Poca gente lo llega a entender: “¡La Universidad! Pero la Universidad es la Universidad –dicen convencidos–, y aguantar a los adolescentes de ahora…”·. Un amargo silencio que logra desdibujar mi sonrisa. No saben cómo me entristece escuchar comentarios de esta naturaleza sobre estos niños, comentarios que ya se han convertido en ripios, en letanías: “los adolescentes de hoy en día son todos unos egoístas, caminan sin rumbo, no tienen aspiraciones ni ilusión por nada” afirma uno mientras el otro asiente sin más. No sé si habrá más de una juventud, pero lo cierto es que la que he tenido delante estos meses me ha enseñado lo que es la verdadera ilusión más allá de las trabas que nos empeñamos en ponerles, lo que es la perseverancia en estado puro, la competitividad de la mano de la amistad y que no, no son unos revolucionarios, si no unas personas racionalmente incorformistas que saben lo que quieren… La miopía a veces no es un problema de la vista si no del alma.

Hace más de un año tuve el gusto de compartir uno de mis sueños con una niña excepcional (como ven hay muchos) Ana Fernández, quien de manera desinteresada puso su arte al servicio de una muy buena causa. Siempre habrá quien a esto tenga que decir que en toda regla hay una excepción. Pero se ha de considerar excepción o regla el que más de 20 niños vuelvan a querer poner color a mis palabras. Huelga contestar. Pues sí, esta vez han sido los alumnos de cuarto de la ESO del colegio Tirso de Molina de Ferrol quienes, dirigidos por la excelente profesora de dibujo del centro, Ana Ferreira, no han querido dejarme sola en este segundo viaje literario. Con compañeros así, hasta el fin del mundo. 

El baúl de los recuerdos narra la entrañable historia Martina, una niña de seis años quien una mañana descubre que un monstruo llamado Alzhéimer se ha llevado por la noche a su querido abuelo y en su lugar le ha dejado a un niño que no si quiera es capaz de atarse solo los cordones. Una visión de esta triste enfermedad a través de la inocente mirada de Martina quien descubrirá cómo traer de vuelta a su abuelo. No cabe duda de que es una historia que rezuma sensibilidad en cada una de sus páginas, pero créanme si les digo que la verdadera historia, la historia más desgarradoramente humana no es la que les acabo de contar, si no la que se esconde tras cada una de las ilustraciones a las que mi texto acompaña. Sí, he dicho bien: mi texto acompaña porque, como en la vez anterior, son las ilustraciones las que le han dado alma a El baúl de los recuerdos. Bocetos, miles de bocetos de Martina para darle lo mejor de ellos, pero lo que no sabían es que antes de coger el lápiz, antes de conocer a Martina y a su abuelo Federico, ya habían mejorado el cuento con su bondad, su cariño y su humanidad puesta en favor de una enfermedad que nadie sabe cómo es porque quien la encuentra se olvida de su rostro, ese es el horrible poder de este gigante.

Víctor Hugo dijo una vez que no había palabras para los sentimientos y es cierto. No hay palabras que puedan expresar el sentimiento de admiración y agradecimiento que tengo para con estos chiquillos. No hay palabras que sepan reproducir lo que siente el alma, pero sí colores, texturas, trazos y ellos lo han logrado. Han leído el libro, han escuchado a Martina y la han hecho suya. Yo le di la voz, pero ellos la han hecho realidad. Son mis pequeños grandes Geppettos. Ellos han hecho de la bondad un color y de la ilusión un camino porque ellos son Merced en camino. 

Hoy les queremos presentar a su creación, les queremos mostrar ese ahínco y entusiasmo con el que han trabajado. Pero sólo es un avance que verán culminado el día de la presentación. Ese día será su día. Gracias niños por ser cómo sois, por ser parte de mi sueño, por …no tengo colores para pintar lo que siento.

La bondad hecha color

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