Como indicaba en la anterior entrega, tal afirmación –menos principios y más compromiso con la realidad cotidiana–, tiene el peligro de plantear la acción política renunciando a los principios atendiendo sólo y únicamente a la realidad de cada situación. Tal problema, sin embargo, se desvanece cuando el político asume bajar a la realidad y remangarse para comprobar “in situ” las situaciones que ha de intentar resolver. En tales circunstancias, la realidad suele revelar los principios y, en la realidad, además, está tantas veces la receta a aplicar. El no pequeño problema estriba en que todavía hoy algunos políticos esperan que la realidad vaya a su encuentro en lugar de ir al encuentro de la realidad.
Desde este punto de vista, el espacio de centro, cada vez más importante en este tiempo de crisis, se nos presenta como un espacio en el que los principios y los criterios generales han de aplicarse permanentemente sobre la realidad. Principios y realidad no son dos parámetros opuestos; más bien son conceptos complementarios. Las teorizaciones de orden intervencionista o liberalizador expresadas como políticas generales y abstractas a aplicar, sin modulación alguna, por izquierda y derecha respectivamente, constituyen un buen ejemplo del ocaso en que hoy están sumidas las llamadas ideologías cerradas.
El pensamiento centrista es necesariamente un pensamiento más complejo, más profundo, más rico en análisis, matizaciones, supuestos, aproximaciones a lo real. Por eso mismo el desarrollo de este discurso lleva a un enriquecimiento del discurso democrático. La apertura del pensamiento político a la realidad reclama un notorio esfuerzo de transmisión, de clarificación, de matización, de información, un esfuerzo que puede calificarse de auténtico ejercicio de pedagogía política que, por cuanto abre campos al pensamiento, los abre así mismo a la libertad. El reto no es pequeño cuando el contexto cultural en el que esa acción se enmarca es el de una sociedad de comunicación masiva.
En estos años, se han practicado políticas ancladas en la eficiencia y en la racionalidad técnica, sin considerar la centralidad de la dignidad del ser humano. Se ha preferido contentar a las élites financieras y se ha destacado a la cabeza de las formaciones partidarias a conspicuos representantes de una tecnoestructura obsesionada con el mantenimiento y conservación del poder. Y, mientras, con decisiones burocráticas y carentes de sensibilidad social, se ha alimentado un populismo, también de derechas, destructivo y enemigo de las libertades.
Por eso, es hora de retomar la lección del maestro Aristóteles cuando afirmaba que de la conducta humana es difícil hablar con precisión. Más que reglas fijas, el que actúa debe considerar lo que es oportuno en cada caso, como ocurre también con el piloto de un barco. La verdad no necesita cambiar, pero la prudencia cambia constantemente.