Se celebra siempre un día que se llama olvido, así se ha cumplido en la persona de Francisco Arias Cuadrado. Lo conocí en el cuadro grande del patio de un colegio de niños con vocación de guardias civiles, si es que cabe el oficio donde aún oficia la inocencia propia del infante.
Un día de 1985, Francisco salió singular e íntegro de su casa en Oñate y desde el portal de esta a la puesta en marcha de su vehículo, su vida, recién estrenada, se desintegró en el estremecimiento de una explosión que paradójicamente la llenó de silencio. El recuerdo de ese día fue un profundo desgarro, tanto como lo es la amputación de las piernas, tanto como lo es que te abrasen más allá de la carne. Atado a una silla, a una esposa y a una familia, intentó una y otra vez unir uno a uno los fragmentos de ese ser roto, para darse por entero a quienes le seguían viendo y tocando, para los demás se había tornado, sin que él lo entendiese, invisible.
Hace unos días, Francisco extravió en algún lugar de la muerte un pedazo de esa su vida a pedazos y se nos fue en un suspiro que en su inocencia enamora el aire. A su sepelio, en Puebla de la Reina (Badajoz), acudieron sus convecinos y un soplo de amigos, ese fue su afecto. Para qué más, cabe preguntarse, y por qué menos, responderse. Bien merecía su sacrificio que alguien de la Administración le recordase en el nombre de la democracia por la que él permitió que le quebrasen en vida la muerte.