La razón humana y la mayoría social no siempre van juntas, pues ni se exigen mutuamente ni se dan siempre, de manera conjunta, en la sociedad.
En efecto, ni la mayoría tiene siempre la razón, ni la razón tiene siempre la mayoría. Esa observación nos permite preferir a la razón de la mayoría, que puede equivocarse, la mayoría de la razón. En efecto, si la razón de la mayoría no se corresponde con la mayoría de la razón, se producen hechos tan lamentables como el de la mayoría que condenó a Jesús y absolvió a Barrabás, o como el de la mayoría que dio el triunfo en 1933 a Hitler en Alemania y produjo el holocausto y la Segunda Guerra Mundial.
Dicho lo anterior, es evidente que los grandes avances científicos, culturales y técnicos de la humanidad no fueron fruto del trabajo de las mayorías; antes al contrario, fueron el resultado de meritorios esfuerzos, inventos y descubrimientos realizados y desarrollados por minorías selectas de sabios e investigadores.
Merced a los logros de esas eminentes personalidades de la ciencia, la cultura y el conocimiento, se disiparon viejos errores que se tenía por conquistas ciertas y definitivas y se alcanzaron nuevas metas, avances y descubrimientos en la senda del progreso y desarrollo de la humanidad. Precisamente, refiriéndose a la cultura, la escritora judía Fran Lewobitz defiende la “aristocracia natural del talento” como la fuente, raíz y origen de los avances en ese campo.
Aún reconociendo lo anterior, no puede negarse que los logros y éxitos de las minorías, necesitan el papel esencial de la aceptación popular, para su legitimación social e incorporación a la vida de las personas y de la sociedad.
Si del campo de la investigación y de la ciencia, pasamos al terreno de la política, nos sorprenderá que en este ámbito, la razón y la mayoría se identifican y ello obedece a la ficción de suponer que la mayoría siempre tiene razón o que nunca se equivoca. En todo caso, este principio responde al sentido pragmático de considerar menor mal el aceptado por la mayoría que el impuesto por la minoría.
Por eso, la democracia parlamentaria y representativa no se conforma con el gobierno “para el pueblo; pero sin el pueblo” del despotismo ilustrado y exige el “gobierno del pueblo” y por el pueblo, por ser éste el titular activo de la soberanía popular y no el mero destinatario o receptor de la acción de gobierno.
Se trata, en resumen, de aceptar y dar por cierto que “el bien de la mayoría es superior al bien de la minoría o al de uno solo”. En términos jurídicos, este principio esencial a la democracia, se funda en la presunción establecida por la ley que los juristas llaman “iuris et de iure”, es decir, que ni necesita prueba ni admite prueba en contrario.