La alquimia del amor

Cabría decir que de todos los egoísmos que al hombre aquejan, el amor es el único que lo redime. Así podría ser si el amor fuese egoísta, pero no lo es. No es tampoco posesivo. Por no ser no es ni siquiera una necesidad. 
Cuando amamos, no nos damos, tampoco tomamos, preservamos distancia, solo eso, nos distanciamos en la justa medida para no perder jamás esa exacta distancia que hace posible el deseo de sentirnos, porque no es amor desear ser en el otro, como tampoco lo es ansiar que el otro lo sea en ti. 
El amor, es, en la contradicción que aparentemente entraña, distancia, porque solo lo distante es capaz de esa bella añoranza, de esa pasión, de esa compasión, de ese odio y ese perdón, de esa fuerza en la flaqueza y de esa fragilidad en la pujanza, de ese ser en el otro sin dejar de ser y ese no ser para que sea el otro sin temor a dejar de ser. 
El amor es, distancia, lo digo, y me parece enloquecer, pero si no fuese así no sería así como lo siento y no quiero dejar de sentirlo en plenitud de su ser, siempre en la distancia, siempre distante, como corresponde a aquello que desea entregarse sin darse, porque el amor no ha venido a dar sino a complementar. 
De hecho, el amor es la sana excelencia de la singularidad frente a la terca mismidad, por eso solo los seres singulares aman hasta el final, porque solo ellos pueden enfermar de humanidad, rebosar sensibilidad y entregarse sin miedo a perder su identidad. 

La alquimia del amor

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