Creo que la educación se imparte y mama en casa y después se conforma en la escuela con el maestro y los condiscípulos que ayudarán a modelar el carácter. No hay autodidactas. Todos necesitamos encauzar la inteligencia. Practicar normas de cortesía. Atender funciones interrelacionadas con otros. Solo quienes han sido enseñados son libres. Nos lo recuerda Ganivet respecto a los modistos –artistas de aguja y tijera– que saben que la elegancia no está en el traje, sino en el porte de la persona que lo lleva.
Algo similar acontece paralelo al tiempo aciago actual donde los padres han renunciado a ejercer sus funciones, olvidándolas muchas veces y ser permisivos en exceso con sus hijos. El análisis me rememora aquel cuento de Alarcón con el niño tarado que sufría una crisis de ansiedad, una pataleta –nosotros diríamos “perrencha”– porque había escucha a unos obreros sus deseos de ver desnuda a una monja que prestaba servicios espirituales en la casona aristocrática.
Lo que no se da –reza el proverbio hindú– se pierde. Es preciso cultivar la cultura del esfuerzo. Nada es gratuito. Lo aseguran mil docentes cuando investigan respuestas de conducta negativa en sus educandos, amparados por “papacitos” y “mamacitas” que los prejuzgan víctimas de quien ejerce tal apostolado didáctico. Hay que sacurdirse este mantra peligroso. Normas que es ineludible cumplir en el hogar, en las escuelas, en la práctica deportiva que conforma los valores de saber ganar, saber perder y sus beneficios derivados. Extensibles a todos los ámbitos de la vida: automóvil, calle, restaurante, supermercado, centro comercial, vacaciones o fin de semana. ¡Qué gratificante es levantarse en el bus y ceder asiento a una embarazada, a un impedido o a quien roza la madurez! Aguantar la puerta. Permitir el paso. Sonreír. Sonreír. Sonreír. Cumplir los contratos sinalagmáticos a rajatabla. Desear buen día...