Hace ya unos cuantos años dos artistas argentinos le regalaban en una pequeña pizzería ferrolana un libro a un muchacho que necesitaba comer. También le regalaron, como de costumbre y con enorme generosidad, una deliciosa pizza argentina -cuya masa es única-, porque ellos sabían que cuando el hambre arrecia no se puede alimentar el estómago con palabras o el espíritu con comida.
Más bien hay que hacer las dos cosas y en su orden adecuado. La pizzería llevaba un nombre que sonaba a destino. Se llamaba Tango, y en aquel lugar, escondrijo de sueños musicales y de fallidas conspiraciones, como salidas de un universo de Roberto Arlt, de brindis cálidos por las derrotas primeras, en aquel lugar llegó a las manos del muchacho hambriento un libro de Ernesto Sábato titulado “La resistencia”. Libro estrecho de páginas, pero grueso de ideas que fue leído y colocado en una, por entonces, exigua biblioteca de estudiante universitario, demasiado carcomido por las pasiones mal digeridas, los libros devorados sin atención y una mezcla de impaciencia, ilusión y fiebre, como para que la resistencia del venerable escritor argentino desprendiera todo su profundo aroma. Pero el tiempo pasaría –en el lugar de aquella pizzería, quién sabe qué habrá ahora– y en el instante emocionado de un presente fugaz que recordaba aquel pasado como un instante de ininterrumpida ternura, el hombre despidió al muchacho que fue, recordó el libro de Sábato, lo releyó y lo paladeó como no lo había hecho nunca. Se dijo, finalmente, hay que resistir.
Hay que resistir y mantener la esperanza por aquellos que no la han tenido ni la tendrán jamás. Pero para esperar algo hay que renunciar antes a toda garantía real de justicia o de salvación. Esperar se convierte entonces en un gesto ético, en una manifestación verdadera de belleza cuya esencia no se rinde ante la coacción de una retribución. Gesto más allá de toda medida, la esperanza se hace heroica y profundamente sabia, como sabia y heroica me imagino la mirada de quien, en la antesala de su fin, entrega un último gesto de amor a los demás, como resumen de todo lo que fue y seguirá siendo tras su desaparición. Ese es el desafío de la esperanza y lo que la hace valiosa y única. No obstante, esa renuncia no implica, ni mucho menos, una resignación. El sacrificio de la espera es individual. Podemos aceptar que no se nos haga justicia, pero no que se nos imponga un horizonte donde toda justicia haya desaparecido. La resistencia, como la rebeldía y la lucha, se libra por aquellas cosas que, de una manera u otra, nos sobrevivirán. Así pues, la resistencia implica el compromiso con aquellas cualidades que consideramos que no deben desaparecer.
Benedetti, por ejemplo, decía que ya se había hecho a la idea de su muerte, pero no a la idea de la muerte de toda la humanidad. Ahí encontraba él su lugar de resistencia. Derrida, por su parte, después de toda una vida dedicada a la deconstrucción del sentido, dejó a su muerte un mensaje sencillo de amor con el que esta vez sí trasmitió un sentido y con el que su “huella” y su “carta postal”, al menos durante un fugaz momento, alcanzaron su destino en el otro.
Hay que resistir y para ello hay que pensar primero en la vida. ¿Qué es la vida? Todo depende del lugar que ocupemos para observarla. La vida observada puede ser amoral, indiferente, profundamente distante y a la vez hermosa. Pero desde el instante en el que podemos observarla, nosotros que también estamos en la vida como seres vivientes, reconocemos que nuestra situación es muy especial y que al preguntarnos qué es la vida lo que estamos preguntando es qué es esto que cada día experimentamos como vida. Y en ese punto puede nacer la determinación a combatir toda forma de existencia que en aras de lo que sea –libertad, patria o cultura– atente contra eso que Edmund Husserl llamó “el mundo de la vida”, el cual es previo a toda determinación e interés concreto. No en vano, fue el propio Husserl, el que denunció con contundencia que una ciencia de hechos lo único que produce es un hombre de hechos o, lo que es igual, un sujeto acostumbrado a que solo cuente lo medible, lo cerrado y lo inesencial. En cambio, ¿a quién podría traer consuelo o salvación un tecnicismo, un dato o el PIB de un país?