Nada hay psicológicamente más reductor, ni más peligroso que una manada. Lo que a los lobos o a los búfalos les viene bien, a los humanos les sienta como un tiro. A los de la manada y, más aun, a los que no son de la manada, sino víctimas de ella. Siempre, pero particularmente en las últimas fechas, vemos de lo que son capaces las manadas humanas, pero no solo en su modalidad de tribus, religiones o países en guerra, sino en la más doméstica de las que brutalizan, ultrajan, acosan, golpean o violan a criaturas indefensas.
Hay una manada, encarcelada a día de hoy por imputársele la violación múltiple de una joven en los sanfermines, que se autotitula precisamente así, La Manada. Según sospecha fundadamente el juez que instruye su causa, se valían de esa droga que anula la voluntad y que atiende al nombre de Burundanga, pero también del número, del alcohol y de la insania moral y mental de sus integrantes. Esa manada usaba el whatsapp para publicitar y exhibir sus atrocidades, pero no es la única que usaba las tecnologías del momento para divulgar los hechos de su malhadada existencia: otra, menos organizada en lo material, pero más en lo virtual, se ha venido dedicando a insultar y desearle la muerte a Adrián, el niño enfermo que tiene la ilusión de ser torero. Ni un solo animalista pertenece, no hace falta decirlo, a esa manada.
Pero hay quienes parecen prepararse a fondo, a su corta edad, para formar parte de una buena manada el día de mañana, y ello gracias a la condescendencia, a la dejación, a la cobardía, de quienes debieran educarles en los principios de la civilidad. Esa manada en ciernes, en prácticas, actuó en un colegio de Palma apalizando a una niña de 8 años en el recreo. El sistema, representado por el Govern balear y la dirección del centro, también ha actuado: dejando en el colegio a la manada, mientras sus víctimas potenciales, aterrorizadas, se quedan fuera. Hay muchas clases de manadas.