uando en los periodos preelectorales se dan a conocer encuestas, los partidos perjudicados suelen afirmar que el verdadero plebiscito es el que dictaminan las urnas. Y cuando las urnas se abren, todos proclaman que los españoles han hablado, aunque la lectura de su mensaje provoque interpretaciones discrepantes. Llega entonces el tiempo de “donde dije digo, digo Diego”.
Y algunos líderes políticos generan discursos disparatados para explicar giros inexplicables, argucias que dejan en evidencia los inamovibles principios que exhibieron hasta la misma jornada de reflexión. Da la sensación de que piensan que los ciudadanos somos imbéciles, o que nuestra escasa memoria hará que olvidemos en cuatro años sus contradicciones presentes, o que, al grito de más vale pájaro en mano, no les importe echar a la hoguera su credibilidad porque les compense el botín que se recibe cuando se toca el poder.
Ya nos hemos olvidado del “que gobierne la lista más votada”, de la ilegitimidad de “los pactos de perdedores”, de la necesidad de desplazar del poder a partidos que lo habitan desde hace décadas, de la imperiosidad regeneradora de alejar de la caja pública a los partidos que en un territorio tuvieron gobernantes corruptos, algunos de ellos hoy en prisión, que la vaciaron, y cómo no, de acabar con “gobiernos Frankenstein”. Ahora el monstruo parece bello. Pelillos a la mar.
Pero de todos los giros de esta yenka política, el que parece más preocupante es el que está llevando al PP y a Ciudadanos a construir un sólido tridente con la ultraderecha que encarna Vox. Porque si las urnas dejaron algo claro en las cuatro elecciones recientes es que, contra los vaticinios de las encuestas y contra los vientos que soplan en Europa, su representación ha alcanzado cotas que los convierten en irrelevantes salvo que alguien, por aceptar su apoyo, se empeñe en hacerlos grandes. Y más imperdonable aún es que pretendan hacernos creer lo inexplicable, como en el misterio de la Trinidad.