El mismo día se ha dado el caso de que el socialista español Felipe González intervino en el adiós al democristiano alemán Helmut Kohl -dos grandes entre los grandes de la feliz política europea de los años 80 y 90-, mientras el conservador español Mariano Rajoy se enfrascaba en esa eterna polémica que se trae con el nacionalista catalán Carles Puigdemont. De la mano del consenso -difícil pero realista- de Kohl y González surgió lo mejor de Europa en mucho tiempo. De la mano del enfrentamiento entre Rajoy y Puigdemont -antes entre Mas y Rajoy- no ha salido nada bueno y lo previsible es que lo que viene parece peor.
No es necesario elaborar grandes tratados políticos ni echar mano de eminentes politólogos para concluir que así España va mal. La tensión con Cataluña exige una salida política, negociada en el Congreso de los Diputados, con altura de miras. Años y años de debates estériles no han servido para nada, salvo para extremar las posiciones. Por eso mismo, a día de hoy hay riesgos -evidentes- de que se rompa la convivencia democrática. Palabras mayores ante el que sería un autogolpe al Estatuto de Autonomía, por mucho que el secesionismo catalán pretenda legitimarse en el desprecio a la calidad de la democracia española.
El independentismo catalán puede que sea minoritario socialmente, pero no por ello es un enemigo fácil, de ahí la conveniencia de sustituir la actual dinámica de choque por otra de pacto con un movimiento con riesgo de caer en el populismo autoritario. Si el Gobierno de Mariano Rajoy, caracterizado por la inacción, se ve incapaz de hacerlo, el Congreso que preside Ana Pastor –autora de una carta amigable a Puigdemont– debe tomar el relevo en busca de una solución para el que es, sin duda, el primer problema político de España.
A medida que se acerca el 1-O, la fecha de la autoconvocatoria de referéndum -ilegal desde el punto de vista de España- puede ser que se aproxime un final de etapa, pero si no es así, el riesgo de comprobarlo parece demasiado alto.