Falto de apoyos políticos y empresariales suficientes, el Gobierno ha terminado por decretar el cierre definitivo de la central nuclear de Garoña, en Burgos, a pesar de que hace unos meses el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) había avalado la reapertura de la planta tras cinco años de inactividad.
Bien es verdad que dicho organismo lo había condicionado al establecimiento de una serie de medidas de seguridad cuyo elevado costo hubiera hecho muy poco rentable la instalación. Además se hubiera tardado al menos dos años en realizar las inversiones precisas, un plazo de tiempo para el que el Ejecutivo nada puede hoy por hoy garantizar habida cuenta de su debilidad política y de que en realidad quienes hoy mandan en el país son izquierda, podemitas y confluencias, enemigos acérrimos de la energía nuclear.
Por lo que cuentan, los pactos presupuestarios con el PNV han sido también determinantes en la decisión, dado que los nacionalistas vascos no quieren una nuclear cerca de su territorio. Y si en tales coyunturas algo precisan las empresas propietarias (ya muy divididas sobre la viabilidad de Garoña, dado que Iberdrola hace tiempo que está centrada en las renovables), es justamente lo contrario a la incertidumbre. Al final, como digo, Moncloa ha terminado por tirar la toalla. Castilla y León llora estos días la soledad en que la han dejado.
Por su parte, el ministro de Energía, Álvaro Nadal, ha insistido en que el caso de la central burgalesa es excepcional y que la postura del Gobierno es “mantener el parque nuclear”, a pesar de que son muchos los que aspiran a que a partir de 2028 no quede ninguna operativa en nuestro país. En este sentido, el ministro recordó que prescindir de tal producción de energía dispararía el precio de la luz un 20/25 por ciento.
Nunca ha sido fácil, aquí, la vida de las centrales nucleares, que ha ido siempre acompañada de la polémica política y social. Pero ello es hoy doblemente así porque importantes países de nuestro entorno tienen decidido en este ámbito notorios ajustes.
Ya casi al día siguiente del accidente de Fukushima (marzo 2011), el Gobierno de Angela Merkel decidió convertir Alemania en la primera potencia industrial que abandonara la energía atómica. Anunció el cierre temporal de siete plantas que operaban desde antes de 1980 y puso en marcha una revisión de las diecisiete en activo. El dictamen sobre su seguridad no pudo ser más negativo.
Más recientemente, la Francia de Macron ha iniciado la llamada transición verde con el cierre de aquí a 2025 de diecisiete de sus 58 plantas nucleares, una modalidad de producción energética que en el país vecino sostiene 200.000 puestos de trabajo y suministra el 75 por ciento de la electricidad que factura el país. En España, Garoña bien puede haber sido la primera pieza de políticas similares.