La derecha ha adquirido rostro en la dulce fisonomía de Pablo Casado, se le había borrado en la del demudado Mariano Rajoy, en el mal trago de lo de Luis Bárcenas, menuda cara, menudo papel de papeles y menuda moción de censura sobre el papel y para los papeles. Fue una jugada maestra de las ganas de unos, las desganas de otros y la inquina del resto, una de esas que te dejan cara de póquer. En este caso, un quedarse sin cara.
Como ser de faz borrada, afrontó el Partido Popular su calvario de renovación por la vía de un cambio de talante, el de los candidatos dispuestos a hacerlo valer en el corpus ideológico del partido, es decir, el aparato entendido como fuerza que todo engendra y destruye. Un ente sin rostro que se asoma en el de todos y no se revela en el de ninguno para un fin superior, empoderarse en el poder.
Tras dura pugna en la que votaron los afiliados y decidieron los compromisarios, que vienen a ser la colección de caras a las que se asoma las del aparato, se eligió a Casado, no por Pablo, que se parece más a Pedro Sánchez, sino por algo que intuyen los afiliados y saben los compromisarios; cosas, se ve, de aparato, para un fin que a todos atañe: el de postularse como primer hombre de un futuro gobierno de ciudadanos con cara y sin ella, pero sin aparato.
Refiere el épico ser que va a cambiar el PP partiendo de su semblante y contando con el de sus rivales, a los que va a integrar en ese proyecto de rostros sin caras. Si es así, ya sería algo.