Un alud humano, procedente de más allá del mar, se estrella en nuestras costas. Se trata de náufragos, pero de náufragos que naufragaron antes de echarse a ese mar tan vacacional para unos, tan tenebroso para otros. Y, como cada verano, nada se hace para enmendar la suerte de esas criaturas que podríamos ser nosotros, pues ya lo fuimos en otros momentos de la historia, cuando miles de familias moriscas, españolas, fueron expulsadas de su patria por el mar de Valencia, o cuando al término de nuestra última guerra los vencidos, huyendo de la prisión o de la muerte, buscaron en los puertos de Levante las naves salvíficas que ni llegaron. Nada se hace. Nada bueno, se entiende. Las autoridades de Europa se abonan a la cantinela imposible de que para evitar ese alud humano hay que actuar en las naciones de origen, como si esas naciones fueran tales, o como si los recursos que se destinaran al desarrollo y al bienestar de sus pueblos no fueran a parar, como sucede a menudo, a las cuentas suizas de sus depredadores locales. Pero incluso esa cantinela vacía, para salir del paso, la entonan los políticos bienintencionados o aquellos que tuvieron alguna vez conciencia y conservan un poco, pues los otros, los indeseables, han creído encontrar en la xenofobia consustancial al fascismo el talismán para quitarse de encima a los náufragos, y en el propio fascismo el arma ejecutora.
Es verdad que aquí no cabemos todos, o que, si cupiéramos, naufragaríamos todos, pues toda nave, toda tierra, tiene su aforo y su capacidad, no sólo física, pero también lo es que algo hay que hacer ante ese alud, ante ese corrimiento de un mundo a otro, y que hay que hacerlo con tanta determinación e inteligencia como bondad, pues no estamos ante un alud de nieve o de barro, sino de seres humanos que con su estampida reivindican su derecho a ser, a vivir, a trabajar, a fundar un hogar y una familia. Se trata, más que de un grave asunto migratorio, de un caso de conciencia universal. Ni el postureo de un feble buenismo, ni mucho menos el fascismo rampante, aportarán soluciones ni ideas. Sí, en cambio, experiencias regulatorias como la de Canadá, o como las que se viven en tantas localidades rurales europeas que estaban al borde de la extinción por despoblamiento, resucitadas ahora por la inmigración. Cualquier cosa menos la criminalidad del fascismo o la contraproducente política de seguir engordando a los sátrapas que arrojan a sus pueblos al mar.