Estoy convencido de que la pobreza y la desigualdad no tendrá una solución definitiva mientras no haya un compromiso real de las personas y familias afectadas por la exclusión social y situaciones de vulnerabilidad. Ya no es suficiente acudir, puntualmente, a una movilización de protesta sino que es necesario unirse para trasladar las demandas a los despachos oficiales e instituciones públicas. Incluso ante los propios tribunales de justicia para que, tanto el poder ejecutivo como el legislativo, crean en la necesidad de articular otras políticas, acordes a la realidad social y la atención prioritaria hacia los derechos de las personas. Las estadísticas sobre el paro, la pobreza, la desigualdad y la exclusión social están ahí, y ya nadie las pone en duda. Ahora hay que adoptar medidas sociales y laborales comunes, dentro del marco de la propia Unión Europea. Medidas legislativas mínimas que, en todo caso, cada país podrá mejorar pero nunca dejar de aplicarlas en detrimento de la norma más favorable para los ciudadanos nacionales.
El poder de la sociedad civil es evidente. Hace pocos años nadie pensaría que se llegase a materializar una renta mínima para las personas sin recursos. Nadie pensaría que las entidades financieras dejarían de desahuciar, de sus viviendas habituales, a familias humildes, con escasos recursos. Nadie se creería que una empresa eléctrica dejase de cortar el suministro a una vivienda, por pobreza energética. Todas estas cuestiones y muchas más son consecuencia de la intervención de la sociedad civil ante los poderes del Estado. Todo es posible si hay voluntad política y esta se materializa si existe un compromiso de la sociedad para defender, extender y garantizar sus derechos básicos, a los que tienen derecho por Justicia Social.