Italia se despierta sobrecogida. El drama golpea. Un instante, una fracción, todo se derrumba. Edificios y casas enteras se desploman. Amasijos de escombros e hierros retorcidos por la brutalidad de la tierra. El temblor deja decenas y decenas de cadáveres, vidas rotas, sueños truncados, ilusiones robadas. Impotentes. Nada hay que hacer. Nada se puede hacer. Nunca se está verdaderamente preparados ante una situación así. Hoy se construye con más seguridad, con más medidas de protección, con mejores materiales, con mayores cálculos y con prevención telúrica. Pero la brusquedad de la tierra, de las fallas, de las placas tectónicas, de los terremotos en suma, es difícil de parar cuando afecta a zonas habitadas y más en pueblos con décadas o siglos de construcción.
Sobrecoge el corazón la imagen de la devastación. La imagen de la impotencia ante decenas de casas derrumbadas, escuelas, hospital, apenas las torres de las iglesias quedan en pie y los edificios de más moderna construcción. Pero sobre todo, encoge y sobrecoge la imagen de la desolación humana, las lágrimas, el estado de shock en que muchos se encuentran. Y sobrecogen cuando los medios filtran la edad y la historia de vidas y familias, los niños que han muerto, los bebés incluso. La muerte no escoge en sus caprichos. Llega, atrapa, abraza, arranca. Siempre ha sido así. Nadie está preparado para esto. Ni para el temblor ni para la fantasmagórica crueldad de unas imágenes que nos derrumban, abaten, golpean y zahieren.