Al comienzo del nuevo curso político, el problema más grave al que se enfrenta la democracia es el conformado por la situación política y social en Cataluña, que lejos de mejorar, empeora a pasos agigantados. Los independentistas, con el tándem Puigdemont-Torra a la cabeza, no han modificado un ápice sus posiciones y siguen empeñados en instaurar la república, a pesar de que en las elecciones autonómicas los defensores de esa vía no llegaron al 50% del apoyo popular. Los intentos del Gobierno de abrir cauces de diálogo han sido respondidos por los independentistas con la más absoluta indiferencia o en algunos casos con posturas y palabras tan provocadoras como las pronunciadas por el presidente de la Generalitat cuando dijo que no es que hubiera que defenderse del Estado, sino atacar a este.
Pero lo más grave de estas últimas semanas es el ambiente de fractura social que se vive en la sociedad catalana. Los enfrentamientos a cuenta de los lazos amarillos; las agresiones a personas que han querido retirar ese símbolo independentista; los insultos a dirigentes de partidos constitucionalistas; la casi nula actuación de los Mossos d’Esquadra para mantener el orden público son algunas de las muestras de algo más de fondo: la fractura de la convivencia, que tiene también otras manifestaciones de ruptura en las propias familias, en los grupos de amigos. Una pendiente peligrosa, por la que el deslizamiento es muy fácil.
Los mayores culpables de la situación son los responsables de las instituciones catalanas y de los partidos independentistas que desde la Diada del 2012 han alimentado en la población unos sentimientos de rechazo a todo lo que significara la pertenencia a España. Han jugado con promesas y escenarios imposibles de lograr como era la independencia de Cataluña pero permaneciendo en la UE. Cuando han visto que la democracia española era más fuerte de lo que pensaban, en lugar de rectificar han seguido empecinados en posturas que solo consiguen el empobrecimiento de Cataluña y en fracturar la convivencia.