Hace algo más de un mes que el televisor es un elemento decorativo más de mi casa. Cosas de la obsolescencia programada. Y de la pereza. Soy miembro involuntario de un club de modernos y liberados que me miran con camaradería de alma gemela cuando comento que no he visto tal o cual programa porque estoy sin televisión. No saben que soy una impostora. Antes de poder explicar que el motivo de mi desconexión es la negativa del receptor de tdt a cumplir su función, ellos proclaman con orgullo y emoción que tampoco tienen tele. Con un tono cercano al de la superioridad moral, se declaran por encima de espectáculos bochornosos, perversiones informativas y degradación cultural.
Enumeran los muchos despropósitos que le dan mala fama al medio. Suenan a predicadores que se mantienen firmes en su pose, aunque no estén seguros de su fe. Porque es lo que se espera de ellos. Intelectuales y críticos. Ver la tele les restaría glamour. Y, sin saberlo, rebaten su propia teoría cuando se presentan como consumidores de productos de calidad vía internet. Productos pensados para la caja tonta, al fin y al cabo. Series recomendadas por los gurús de los blogs y documentales premiados en festivales. Hablan con pasión controlada –un rasgo común en los sin tele es la indiferencia– de tramas envolventes y estética seductora. De interpretaciones redondas y planos impecables. Se descubren como verdaderos devoradores de ficción televisiva. Pero sin televisión.
Yo también llevo años sin ver una serie delante del televisor. La rigidez horaria de las emisiones no me lo pone fácil. Y reconozco que los cortes publicitarios tampoco ayudan a que elija esta fórmula cuando tengo un rato de descanso. Que cuarenta minutos se conviertan en hora y media plagada de interrupciones y la historia se pierda entre detergentes, coches y juguetes es agotador. Mutilar la revelación del asesino inesperado o el retorno emotivo del héroe es criminal. Aun así, puedo renegar del modelo de negocio –imprescindible por otra parte para la supervivencia de la industria televisiva– pero no del medio en sí.
Aunque la encienda poco más que a la hora de los informativos, me gusta la tele. Pese a que apenas le dé la oportunidad, me gusta que me sorprenda con una película, una entrevista o un programa sin más pretensión que entretener. Que decida por mí. Es la concesión a tantos años de compañía.