Guárdate mujer

Debatimos mi hija y yo sumidos en una misma angustia, la de la tragedia que sufre la mujer frente a la irracionalidad del hombre; brutalidad que hemos de atajar sin importarnos perder en ello la razón, porque no es razonable mostrarse tibio al respecto y porque no cabe en sana razón llamarse a ella ante tamaño crimen.

La primera discrepancia surge al advertirla yo del deber de guardarse y defender ella la libertad de mostrarse, una grandeza a la que no alcanzó en el afán de protegerla.

A continuación, y en un fuero que no cabe tildar sino de desafuero, y abundando en ese mismo insano cuidado, le advertí de la necesidad de ser vigilante como mujer frente al hombre violento o sospechoso de serlo, en una palabra, que no albergase esperanza de cambio, contraviniendo, en el afán de alertarla, la más elemental norma de la sana relación, la de esa humana condición que nos mueve a confiar en el otro. Porque no cabe entenderlo sino como confianza extrema de un ser en el otro, tanto que cree en él hasta el punto de darse a él y respetarlo más allá de donde este merece. Un error, el mío, imperdonable, no se puede pedir a la mujer que renuncie a ese elemental rudimento capaz de enternecer el universo de los sentidos y los sentimientos y menos aún que la generosidad del amor la denuncie culpable, porque si no es así, qué valor tiene el esfuerzo social de la reinserción y de qué vale y a qué conduce tanto dolor sin venganza.

Guárdate mujer

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