La guerra de las banderas es un elemento más del paisaje ideológico de este país de compromisos impostados y conflictos de salón. Batalla donde nos ponemos como trapos a la sombra de un trapo que curiosamente simboliza aquello que queremos ser sin otro coraje, responsabilidad o exigencia que ese necio ser. Vestidos con la bandera, ¿cuál?, cualquiera, ¿qué más da?, nos lanzamos a la calle a defender la nación, el club de fútbol, o esa sana sociedad con derecho de admisión donde se nos da voz y presta atención.
Le toca ahora el turno a la estelada, para nada alada, esa que grita una voluntad insolidaria, una rebeldía que ofende a lo humano, la de exigir privilegios, diferencias, y sobre todo el poder decidir quién entra y sale y quién se queda en un territorio. Las fronteras con Europa crujen hoy bajo el peso de miles de hombres, mujeres y niños, rotos de hambre y de frío. Seres humanos que gritan lo que las fronteras callan, la brutalidad de negarnos en esos espacios que por universales nos pertenecen y sin embargo se han convertido en propiedad.
Esas personas saben ahora cual es el precio de la frontera, cual es su perverso sentido. Porque vivían dentro de una vieron un día su vida atada al destino de un déspota y sus destinos truncados por quienes buscan sucederlo. Y cuando la rompieron huyendo se encontraron con otras fronteras. Denles a ellos una estelada y díganles que reclama una frontera más.