No era casual ni fortuito que Podemos se empeñara en llamar “gente” a las personas, reduciéndolas a esa condición inferior y amorfa. La “gente”, que no es la concurrencia de los individuos, sino su disolución, se lo traga todo, desde la apócrifa bondad de las tecnologías de comunicación que solo añaden aislamiento y soledad, a las series de televisión que ni de lejos conmueven ni elevan como los viejos folletines y novelas por entregas de las que son sucesoras, de modo que ¿por qué no había de creerse que cuatro chavales con labia de predicador se sabían el camino más corto a los cielos de la justicia y de la abundancia, el del asalto?
Aplicando a la santa rebeldía del 15-M las tradicionales técnicas de apropiación del leninismo, el grupito de universitarios agavillado en torno a Iglesias y compañía que hoy se atizan unos a otros como si se debieran dinero, no tuvo que esforzarse gran cosa para atraer a su tingladillo a los indignados, buena parte de los españoles en aquellos momentos de emergencia social a causa del ajuste de cuentas que los ricos, sus ejecutores, quisieron disfrazar llamándolo “crisis económica”. Pero los inventores de esa farsa pseudo revolucionaria acogida y alimentada en oscuras televisiones poco tardaron, sin embargo, en venirse demasiado arriba, a las alturas donde solo es posible mostrar la verdadera faz. En su caso, una faz dura, de cemento armado.
En cinco años, un soplo de tiempo, Podemos ha pasado, como Groucho, de la nada a la más absoluta miseria. Lo que supuestamente era todo amor en la Nomenklatura ha pasado a ser lo que en realidad era, la búsqueda en comandita de un “modus vivendi” en lo social, en lo político y en lo económico para cada uno de ellos. El chalet de Galapagar con agentes custodios helados de frío en la puerta señala quienes de esa pandilla lo han conseguido antes a costa de los descamisados, y describe la ya abierta lucha cainita que ha llevado a Podemos al irremediable desmantelamiento.
No era casual que Podemos buscara desde el principio a la “gente”. Solo esta, acrítica, entregada e informe, podía llevarles al palacio de invierno, paraíso material para unos pocos que en nada se parece, según la propia gente ve ya, al cielo. En ese palacio, o chalet, solo caben dos, cual confirma la salida de Espinar y Echenique, de los últimos que andaban por allí.