El atentado terrorista de Berlín, una docena de muertos, medio centenar de heridos, es un hecho luctuoso cuya repercusión va más allá del dolor y la indignación que aparejan los actos criminales de naturaleza política. El origen paquistaní y la más que probable afinidad yihadista del asesino que utilizó un camión para perpetrar la masacre instala el atentando en el contexto de la polémica que rodea a los refugiados instalados en Alemania. Algo más de un millón y medio. La generosa política de acogida defendida por Merkel les está pasando factura a ella y a su partido. La extrema derecha representada por Alternativa para Alemania ha encontrado en la denuncia de los problemas que crean los refugiados la palanca para crecer en todos los parlamentos de los “landers”. Tienen un total de 145 diputados regionales frente a los 618 de la CDU y 549 del SPD.
Uno de los eurodiputados de este partido, Marcus Pretzell, ha endosado la responsabilidad de la masacre del mercadillo navideño a la canciller: “Son los muertos de Merkel” –ha dicho– al tiempo que reclama acabar con lo que califica de “maldita hipocresía” en relación con el problema de los refugiados.
Es un discurso simplista similar al de los políticos británicos que hicieron triunfar el Brexit y que, a juzgar por los últimos resultados electorales, está calando entre los jóvenes y los jubilados. Explota el temor ancestral al “otro”, al extranjero. Solo un porcentaje minúsculo de los refugiados están relacionados con el Estado Islámico o Al Qaeda, pero un atentado como el de Berlín otorga argumentos a los críticos con la política de Merkel. Por eso decía que, pese a la cautela con la que las autoridades alemanas manejan el caso –el ministro del Interior decía de madrugada que “aún no quería usar la palabra atentado”–, la masacre va tener repercusiones hasta ahora insospechadas en la política de la República Federal. El año que viene hay elecciones en Alemania.