Dorita Díaz Montero

Se me fue mi lectora mañanera. Un lucero ferrolano trasplantado a La Coruña para constituir una familia modélica en estos tiempos de inadaptaciones y caos. Un tojo dorado, cordial, responsable, optimista. Flor de monte apellidada alecrín. Aroma de almendros plateados. Cerezo rosado en el adiós que jamás marcha. Seguro que Bellini se inspiró en una criatura como Dorita para escribir su maravilloso casta diva de Norma. Ahora me sobrará la mitad del banco donde tomábamos el sol y me faltará la mitad del alma conforme soñaba el poeta, tras comentar los artículos de opinión de El Ideal Gallego –su periódico de cabecera– al mediodía cuando marchaba sonriente a casa: “Me voy a jugar a la cocinitas”. Siempre la inocencia fundamentaba sus actos fueran del tipo que fueran. Un amor extendido hacia cuantos le rodeaba, familiares, amigos, vecinos o simples conocidos del supermercado. 
Gozaba muy complacida el lago coruñés. El fragor de sus olas, el olor del mar, el color turquesa de sus aguas saladas, el viento gris, la lluvia horizontal barriendo las calles. Todo en ella atraía. Quizás por esa determinación de los elegidos. Posiblemente porque estaba anunciando su marcha próxima mientras distraía socarrona, irónica, llena de hondura analítica al personal, mientras coparticipaba de problemas ajenos en un omiscrón de silenciosos clamores.
La vamos a echar de menos. Bueno, figuras como ella nunca nos abandonan. Nos acompañará más allá de los días tratando de adivinar si será posible encontrar a alguien tan noble y abnegado. Quienes tuvimos la suerte de tratarla sabemos lo dificultoso que resulta definirla. Esa generosidad en la entrega y la capacidad de sacrificio para que la mano izquierda ignore cuanto damos con la derecha.
Un torbellino de emociones para su esposo, Manolo Estévez, y sus hijos, Manuel y Alicia, que encerrarán el talento de Dorita en el epígrafe de un testimonio eterno.

Dorita Díaz Montero

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