El secreto de la matrioska

son las tres de la mañana, hora local, cuando llegamos al aeropuerto de Púlkovo para iniciar el que resultaría ser un larguísimo y agotador viaje de regreso a casa. Con las primeras luces de la mañana sobre el cielo y los canales de San Petersburgo dejamos atrás los extensos bosques de abedules bordeando carreteras infinitas; las tradicionales casitas de madera de los campesinos rusos; las blancas y provincianas iglesias del kremlin de Nóvgorod; las cúpulas azules del monasterio de Yuriev y los inmensos y lujosos palacios de los zares.
Me cuesta dejar atrás estos días largos, estos anocheceres ambiguos y, en el momento de mi partida, no se me ocurre nada mejor, para decir adiós, que tomar prestadas las palabras de Alexander Pushkin, uno de los más grandes poetas románticos de la literatura rusa: “Te amo, creación de Pedro, amo tu aspecto severo a un tiempo y lleno de armonía, la corriente del Neva majestuosa entre sus parapetos de granito, el arabesco de tus férreas rejas, el transparente ocaso de tus noches…” 
Hoy, superado ya el cansancio y en la tranquilidad de mi casa, abro la colorida matrioska que me acompañó en el viaje y dejo que salga a la luz, con cada una de las cada vez más pequeñas muñecas que lleva en su interior, todo aquello que sólo podemos intuir arañando la piel de la ciudad y mirando más allá de su imponente fachada: sus dolorosas heridas, sus luces y sus sombras, sus grandes y pequeñas miserias y todo aquello que no es bello pero que ha sido verdad. 
En el vientre de la matrioska se esconde tanto la obstinación de Pedro el Grande por construir la más europea de las ciudades rusas como la ambición de Hitler por borrarla de la faz de la tierra; el inmenso poder y la escandalosa riqueza en la que se envuelven los palacios de los zares como la memoria de los caídos en la Revuelta de los Decembristas en contra del poder imperial, casi cien años antes de que un cañonazo desde el Crucero Aurora diese la señal de asalto al Palacio de Invierno y cambiase para siempre el curso de la historia. Allí se esconden también, como una cicatriz, las terribles historias del más de un millón de muertos por el frío, el hambre y las bombas durante los casi tres años de cruel asedio de la ciudad en la II Guerra Mundial, de los días de bocadillos de serrín y de las hornadas de tierra mezclada con harina, de los horrendos e inconfesables crímenes cometidos y la resistencia heroica de la entonces ciudad de Leningrado. 
Todo está en la matrioska, como lo están Alejandro, Nicolás o Catalina; Rasputin, Lenin o Trostky y todos aquellos personajes anónimos que rezaron a Dios, a zares o a bolcheviques en la misma lengua de vibrante y fuerte sonoridad con la que cantaron a las dulces “kalinkas” y a las sufridas “Katiushas”; allí también “El Cascanueces” de Tchaikovski y el “Leningrado” de Shostakovich y las pasiones de todos los grandes que escribieron sobre lo mejor y lo peor del alma humana. Y allá muy adentro, en su interior profundo, se esconde, con la más diminuta de las muñecas, el secreto magnetismo de la ciudad que siempre me ha llamado y que ahora me invita a volver.
San Petersburgo ha sido el caramelo que siempre he querido comer, la hermosa matrioska que siempre he querido abrir y ahora que lo he hecho confieso que me acompañará siempre el secreto orgullo de haberme despertado bajo el mismo cielo que inspiró a Dostoievsky; de haber imaginado a Maiakovski paseando su narcisismo y su tristeza por la Avenida Nevski o de haber seguido los pasos de una proscrita Anna Ajmátova que arrastra el hambre y la dignidad junto al canal del río Fontanka en los días aciagos del terror de Stalin. 
Me recordará siempre mi matrioska las extrañamente cálidas noches en los puentes del Neva, las iglesias y palacios reflejados en las mansas aguas de los canales del Moika y Griboyédova, la grandeza del Hermitage y el anochecer rojizo y difuso del Golfo de Finlandia, pero siempre se guardará el secreto de cómo enfrenta una ciudad de ensueño que ha sobrevivido a tres revoluciones el hecho de convivir con sus fantasmas y asumir con coraje sus pesadillas.

El secreto de la matrioska

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