"Terrible”, “maldito”, “trágico”, “desastroso”. Cualquiera de estos adjetivos sirve para calificar el 2020 que se acaba. El peor, sin duda, desde hace décadas.
Especialmente si tenemos algún familiar entre las 60.000 o 70.000 víctimas mortales --ni siquiera somos capaces de cerrar una cifra cercana a la realidad-- o entre los cientos de miles de personas que siguen sufriendo los efectos sanitarios, sociales o económicos de la pandemia. Y aunque la vacuna abre una ventana a la esperanza, sabemos también que en el 21 vamos a seguir amenazados por el Covid-19, por las viejas o nuevas cepas, y que la cuesta de enero va a ser mucho más dura que nunca, que los ERTE acabarán convirtiéndose en ERE y que las filas del desempleo y las colas en los centros de Caritas en busca de alimentos serán cada vez más largas, con personas que nunca habían estado en ninguna de las dos. Digan lo que digan algunos, la economía española, débil, sin una industria potente, con el turismo, el ocio y la hostelería casi en quiebra, tendrá enormes dificultades para encarar 2021 con un leve optimismo.
De esta crisis vamos a salir con una sociedad más desigual, más empobrecida y con muchas personas que van a tener enormes dificultades para reengancharse al mercado de trabajo e, incluso, para sobrevivir. Los fondos europeos ayudarán a que el hundimiento no sea total, pero de cómo se gestionen dependerá que la recuperación sea lenta, muy lenta o lentísima.
Creo que lo peor de 2020 es, sin embargo, lo poco que hemos aprendido como colectivo, como sociedad, como personas. Después de aquellos aplausos masivos desde las ventanas a las ocho de la tarde, después de aquel cheque en blanco al Gobierno durante el estado de alarma, han seguido, incluso se han exacerbado, los problemas y las divisiones que impiden una salida negociada a la crisis. Es evidente que ha habido comportamientos irresponsables por parte de algunos, pero la inmensa mayoría de los ciudadanos ha acatado con rigor y responsabilidad las medidas impuestas o sugeridas para salir de la crisis. Restricciones de movilidad, con finamientos, mascarillas, teletrabajo...
Lamentablemente hay que repetir que son los políticos los que no parecen haber aprendido nada o casi nada. Han fomentado la crispación, el enfrentamiento, la división interesada. Nos han mentido reiteradamente. Han realizado pactos contra natura que habían rechazado tajantemente, primando los intereses partidistas sobre los generales. Han aprobado leyes, como las de educación o la eutanasia, sin un mínimo debate social, aprovechando la pandemia y saltándose trámites y consultas importantes. Han jugado con la tragedia y se han mostrado incapaces para una cogobernanza real y efectiva. Se disputan la justicia como si se tratara no de una garantía para los ciudadanos y las empresas sino de un juego de tronos y de poder. Han devaluado las instituciones de forma interesada y peligrosa. No hablo solo del Gobierno, ni siquiera de ese Gobierno dividido y enfrentado que no se romperá porque está en juego el poder. Les ha faltado empatía, voluntad de acuerdo, poner a los ciudadanos en el centro de con sentido de Estado. Cada uno va a lo la política, negociar con los sectores más afectados, confiar en los expertos y los profesionales, querer resolver los problemas de verdad, no de culpabilizar al otro. No sé si los ciudadanos hemos aprendido al menos a valorar lo importante, pero estoy convencido de que los políticos no han aprendido nada o casi nada. Espero que cuando haya elecciones, los ciudadanos sepan lo que votan y a quién votan.