La importancia trascendental de estas elecciones en España, no es tal porque se confronten consideraciones políticas o económicas de marcado contenido ideológico, quiero decir, no se trata tanto, en lo fundamental, de interpretaciones sobre cómo haya de orientarse la sociedad en los próximos años. Sí, claro, naturalmente, se habla de pensiones, del reparto del gasto social, de fiscalidad, y también, cómo no, se discuten leyes o iniciativas legislativas, algunas de muy manifiesta intención corrosiva en sus efectos sociales, eso sí, siempre presentadas como avances por la igualdad o vanguardia de derechos, por cierto, tantas veces inverosímiles cuando no directamente perversos en su condición amoral. Con todo, no es sino Cataluña, la degradación social y política en la que derivó una parte significativa de la sociedad catalana, a cuenta de la inacción del Estado, con su consecuencia conocida de violencia tensa, de enfrentamiento civil, de desobediencia a la Ley, de quiebra formal de la convivencia, cuanto está concluyendo en un hartazgo existencial para una gran mayoría de españoles, que empiezan a considerar la cuestión catalana como algo cada vez más propio y prioritario en su necesidad imperativa de solución tajante y definitiva. Y se entiende, ya lo creo que se entiende, mucho más cuando los cantos de sirena de tanta deslealtad, de tanta traición de los judas ideológicos, insisten en patrocinar diálogo cuya naturaleza delincuente está en el mismo origen de la propuesta, y es que los convocados no podrían ser sino, necesariamente, nacionalistas separatistas, independentistas, y demás ralea, por ponerme un poco barojiano.
Por variadas razones bien conocidas, la Constitución del año 1978 se presentó por entonces con intención muy voluntarista, conciliadora, complaciente, a ratos con exceso de lisonja y agasajo hacia quienes, pudo verse pronto, estaban lejos de merecerlo, y después de expresar alguna que otra frivolidad de concepto equívoco, incluso ambiguo, se confesó ingenua y entregada a la conclusión ideal de que todos, todos, habrían de ser rectamente leales al espíritu inspirador de su esencia y mandato mayor, o sea, España. Pues no, ya fue de ver que no, y la colaboración culpable, por acción u omisión, la complicidad necesaria de cuantos sucesivamente nos gobernaron, unos u otros, los silencios réprobos de todos, de tantos, nos trajeron hasta hoy, con todas las consecuencias sociales y políticas que tan crudamente expresa Cataluña, por demás, en exigencia histórica de auxilio, de reparación cívica. No sé yo si sacar de paseo en comentario la naftalina de impostados intelectuales, prietas las filas, casi todos con mucha mili subvencionada a cuenta de ocurrencias, y algunos, seguramente bastantes, afectos al “todos somos Ana Julia” de hace unos meses, ahora vindicando la bondad –olé, campeones- con un manifiesto reciente de alerta antifascista, o por ahí… Pero no, me parece de dejarlo, que hay cosas tan evidentes que se reconocen del todo fácilmente en su simpleza ridícula, en su anacronismo contumaz y antiguo, pero muy antiguo, eh… Vamos, la “autoridad moral”, ya se sabe, atendiendo a lo suyo. España, entretanto, es la voz que clama en el desierto. Lo único que, realmente, se dirime en estas elecciones.