EL papa Francisco es bastante dado a invitar a comer. Cada vez que sale de bolo pastoral suele almorzar con inmigrantes y presos, porque sabe que la santa madre Iglesia manda dar de comer al hambriento y redimir al cautivo. Pero en su última visita a Bolonia no pudo ni alimentar ni reconfortar, al menos a dos delincuentes napolitanos, “socialmente peligrosos”, para los que había preparado –igual que para los otros dieciocho que les acompañaban– un menú a base de lasaña y carne. Al sentarse a la mesa quedaron dos sitios libres y nunca más se supo de los malhechores. Seguro que hasta habrá quien piense que todo es otra conjura vaticana.