La guerra

Siria se desangra y nosotros nos preguntamos cuándo empieza la guerra. Nos acordamos de Irak. La imagen de aquel trío de amos del mundo otra vez en la cabeza. Entonces había sido un engaño, una excusa para alimentar egos y arcas. El oro negro. Ahora la amenaza es tan real como los cientos de muertos del ataque con gas. Esa es la clave, dicen. Las armas químicas despiertan la conciencia –más bien el pánico– de las grandes potencias. De pronto Occidente mira a Siria con atención. Ya no son los cadáveres de cada día en el relleno de la información internacional. Tenemos que evitar un genocidio, proclaman. Nos van preparando.
Las balas y las bombas también matan a cientos de miles, pero las guerras civiles no son competencia de los países extranjeros. El goteo macabro de víctimas inocentes apenas provoca un cabeceo condescendiente de los gobiernos. Esto, sin embargo, es otra cosa, sentencian. Lo cierto es que lo es. Es la condena a muerte de los que no tienen forma de protegerse porque ante al aire letal no hay refugio bajo las mesas ni colchones en las ventanas que sirvan de trinchera. No hay posibilidad de una carrera salvadora a la vuelta de la esquina, donde no llegan los proyectiles. Efectivamente, es otra cosa. Pero sin dejar de ser la misma barbarie de vidas rotas y generaciones perdidas. Sin dejar de ser horror. El mismo de hace un mes, de hace un año. La diferencia es que ahora también tememos por nuestra seguridad.
En un panorama sin sentido, el premio nobel de la Paz se prepara para hacer la guerra. Y los líderes del mundo nos hablan de actuaciones limpias, con precisión quirúrgica, que acabarían con las amenazas sin causar daños a la población. Sabemos que luego llegarán el fuego amigo, los errores que intentarán disfrazarse de defensa propia y los informes que nunca verán la luz. Las teorías de la invasión con fines económicos bajo la careta de misión pacificadora. Y la sensación de que no hay buenos.
Sabemos que no queremos apagar el fuego avivando las llamas, pero tampoco podemos seguir siendo espectadores impasibles, amparados en la distancia. Hace tiempo que deberíamos haber dejado de serlo. Lo malo es que nos falta la fórmula mágica, la clave que evite la masacre que sin duda habrá, con tres bandos que enarbolen sus banderas. Se acerca el desastre y, otra vez, solo nos queda avergonzarnos.

La guerra

Te puede interesar