Viví durante bastante años en una Dictadura en la que no todos éramos iguales ante la Ley. La condición de militar, de sacerdote, de miembro de Falange o, simplemente, la circunstancia de tener amistad con alguien afecto al Régimen, colocaba a esa persona en un plano superior. En mis primeras salidas fuera de España, comprobar que los países vecinos vivían en un estado democrático sólo me producía envidia por ese aspecto de que sus ciudadanos, todos, eran iguales ante la Ley. Y, sí, pasado el tiempo, me compliqué algo la vida, y tuve que aguantar el mordisco de algún “superior”, sin poder quejarme, fue precisamente por alcanzar ese objetivo igualitario, tan razonable y tan ético.
Por eso mismo, cuando contemplo que sectores, o grupos, o personas, se distancian de este principio, y demuestran que pueden delinquir, sin que suceda otra cosa que constantes apelaciones a que sean buenos chicos y se porten bien, me desconcierta y, lo que es peor, me desmoraliza. Jamás la Dirección General de Tráfico se ha dirigido hacia mí recomendándome que me porté bien, que no exceda la velocidad.
Nunca la Agencia Tributaria me he escrito una amable carta solicitando que sea formal y, si puedo, y me viene bien, les abone alguna cantidad por una conferencia o por los derechos de autor de un libro que, casualmente, se me ha olvidado pagar. En mi puñetera vida. Al revés: recibo comunicaciones contundentes en las que se me suele tratar como a un peligroso delincuente. ¿Por qué los secesionistas, cuando se saltan las leyes, reciben un trato tan amable que nadie tienen conmigo? ¿Ha vuelto la Dictadura? ¿Ya se ha jodido la Democracia en España?